jueves, 16 de abril de 2015

Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre


Si en 2014 se publicaron excelentes estudios históricos que nos permitieron un mayor conocimiento y nuevas aproximaciones sobre el origen y desarrollo de la Gran Guerra, era necesaria la aparición de una novela que estuviera a la altura de esta recuperación de la memoria del que seguramente sea el acontecimiento más trascendente en el devenir europeo del último siglo (se podría argumentar convincentemente que la Segunda Guerra Mundial no fue más que una consecuencia de la Primera). Y Nos vemos allá arriba parece reunir todas las condiciones para ser esa novela.

Y eso que el libro de Pierre Lemaitre arranca precisamente al finalizar la contienda, cuando un pobre desgraciado se lleva “la última bala”. Como si de una continuación de Sin novedad en el frente se tratara, Lemaitre se ocupa de retratar la vida de dos apenas supervivientes que tienen que apañárselas como pueden en su regreso a la vida civil, cuando la sociedad parece reservar todo su cariño y honor a los caídos, sin acordarse en absoluto de los que han regresado.




Como no podía ser de otra manera, en Nos vemos allá arriba hay mucho dolor, rencor y miseria. El mundo que retrata Lemaitre está formado por miserables, trepas y despiadados hombres de negocios, muy en la línea de la literatura francesa de la época. Pero también hay espacio para el humor, reservado a las acotaciones irónicas del narrador y al retrato de unos personajes a los que trata sin disimulo con cariño o desprecio, y repartiendo suertes con la generosidad o el rencor apropiados.

Porque Lemaitre no tiene empacho en mezclar el rigor histórico en la descripción de ambientes con el más puro artificio literario. Así, el malo oficial de la novela, Pradelle, es comparado explícitamente con el Javert de Los miserables, y su perfecta malicia está cuidadosamente calculada para formar uno de esos personajes que al lector le encanta odiar. De la misma manera, se suceden y mezclan acontecimientos reales con otros puramente ficticios y personajes basados en figuras históricas con otros salidos de la mente de Lemaitre o incluso de otras novelas.

Este juego nunca pretende ser uno de esos artificiosos embustes que tratan de pasar fabulosas narraciones por historias (por cierto, Lemaitre y Orejudo pertenecen a la misma categoría de escritores, gozosos y imparables), sino que es una hábil construcción en la que el mensaje es tan claro que no hace falta ni detenerse en él. Por eso el autor tiene espacio para recrearse en la pura narración, en el placer de desarrollar una buena historia que ha llegado en el momento más oportuno.

Editorial Salamandra
Traducción de José Antonio Soriano Marco

martes, 14 de abril de 2015

Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, de Chistopher Clark



Cuando en 2008 Nicholson Baker publicó Humo humano: los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, el revuelo causado por sus tesis fue más allá del mundo académico. Contradiciendo las tesis habituales, Baker aseguraba que el conflicto fue provocado por la belicosidad de los aliados, quienes empujaron a Alemania a la guerra. Baker, excelente novelista, no tenía las credenciales suficientes para que sus teorías fueran tomadas demasiado en serio, y además su ideología pacifista fue un blanco fácil para calificar su posición como sesgada e infantil.

En cualquier caso, la historia de la Segunda Guerra Mundial todavía sigue despertando unas pasiones que hacen difícil alcanzar la ecuanimidad y una postura libre de prejuicios ideológicos. Sin embargo, la Gran Guerra puede verse con más perspectiva, y no por ser más lejana, sino porque en esta contienda no está tan clara la división entre “buenos” y “malos”, aunque los papeles han sido otorgados sin demasiadas complicaciones. Y he ahí precisamente el problema.

Seguramente gracias a ese mayor distanciamiento, las tesis expuestas por Christopher Clark en Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en1914 han despertado admiración y en general han sido aceptadas como un enriquecimiento en el estudio de los orígenes de la Gran Guerra, cuando sus conclusiones son como mínimo igual de revolucionarias que las de Baker, hasta el punto de crear un nuevo paradigma que hará reescribir el concepto más extendido que se tiene sobre las causas que dieron origen a la Primera Guerra Mundial.

Según el relato tradicional en los años previos al inicio de la contienda se produjo entre las potencias europeas una escalada armamentística causada por choques imperialistas ente las diversas potencias que desembocó en diversos conflictos (la crisis de Agadir, las guerras de los Balcanes) y que tras el atentado de Sarajevo, que acabó con la vida del heredero al trono del imperio austro-húngaro, llevó irremediablemente al inicio de las hostilidades.

De acuerdo con esta narración clásica, el atentado no fue más que una excusa, un incidente casi irrelevante (de no haberse producido, igualmente se habría iniciado una guerra continental); el imperio austro-húngaro era un conglomerado enfermo y en descomposición; Alemania era un país eminentemente belicista liderado por un fanático ansioso por provocar una guerra y las democracias liberales no tuvieron más remedio que unirse para defender la Civilización.




Pero Clark tiene un discurso mucho más matizado, hasta el punto de que muchas de estas ideas recibidas son totalmente desmontadas a favor de una nueva interpretación de los hechos. Aunque el autor abomina de la idea de “repartir culpas”, ya que la situación era demasiado compleja para indicar quién fue el causante de qué, para empezar niega la condición anecdótica del atentado en Sarajevo. Al igual que David Stevenson en 1914-1918. Historia de la Primera GuerraMundial, Clark sostiene que el asesinato de Francisco Fernando sí fue clave en el devenir de los acontecimientos, y que de no haberse producido las cosas podrían haber sido muy diferentes.

Y, respecto al atentado, Clark no tiene duda de la implicación Serbia, cuyo gobierno como mínimo hizo la vista gorda. Si se buscara un causante último en lo que iba a pasar, sin duda la inestable, violenta y expansiva Serbia tiene todas las papeletas para asumir gran parte de la responsabilidad. Pero es que además para Clark Austria-Hungría no estaba en la posición decadente en la que se la suele dibujar, sino que, pese a sus indudables problemas crónicos, gozaba de cierta estabilidad. Tampoco el kaiser Guillermo II, un personaje ridículo y aborrecible, tenía tanto poder de decisión como se ha dicho. Por otra parte en Inglaterra había un importante grupo partidaria de la guerra en las entrañas mismas del gobierno, de igual manera que en Francia los militares habían ganado cada vez más poder y en Rusia las ansias belicistas apenas eran disimuladas.

Como decíamos, no se trata de redibujar el mapa mental sobre los responsables de la guerra haciendo bascular la responsabilidad de un bando a otro, sino de tratar de ofrecer un panorama más completo y matizado. Para Clark no se puede decir que simplemente las potencias centrales llevaron a cabo una irresponsable ofensiva que obligó a Francia, Inglaterra y Rusia a defenderse, sino que la situación fue mucho más compleja, llena de detalles que podrían haber cambiado la historia de manera radical.

Otro aspecto muy relevante en Sonámbulos es la capacidad de Clark para reflejar la actualidad. No se trata de hacer un fácil paralelismo (como comparar el atentado de Sarajevo con los ataques del 11-S), sino de ayudar a comprender el pasado gracias a las claves que nos da el presente. Por ejemplo, después de las guerras de los Balcanes de los años 90, Serbia ya no es vista como una pobre víctima de las circunstancias. En un proceso de retroalimentación de gran valor intelectual, esta mejor asimilación del pasado permite entender mejor lo que está pasando ahora mismo.

Editorial Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
Traducción de Irene Cifuentes y Alejandro Pradera

jueves, 9 de abril de 2015

Semblanzas, de Pío Baroja


Al hablar de don Benito Pérez Galdós, autor que siempre le mostró su apoyo, Pío Baroja dice que pese a su calidad técnica, había algo de bajo en su espíritu que le impidió alcanzar los niveles de altura artística que se encuentra en Dickens o Dostoievski. Sin entrar en consideraciones personales, esta idea nos parece falsa (sí, don Benito está al mismo nivel que los más grandes novelistas del siglo XIX), pero es que si se utilizara el mismo criterio para valorar la obra de Baroja, mucho nos tememos que esta no saldría muy bien parada, y sin embargo, pese a todo, sigue siendo imprescindible.

En Semblanzas, breves retratos de escritores y artistas de su época, Baroja tiene para todos. Incluso algunas buenas palabras para amigos como Azorín o Silverio Lanza, aunque lo que priman son las críticas y las anécdotas poco favorecedoras para los aludidos, entre los que se encuentran desde miembros de la Generación del 98 sin demasiado interés a jóvenes sobrevalorados como Picasso. El lector, hay que reconocerlo, disfruta con las pullas y las revelaciones de Baroja, y si el libro no sirve como reflejo ecuánime de una época prodigiosa en talentos, al menos se disfruta como uno de esos desahogos en los que el autor podía ser tan franco como despiadado: parece que su maleta de rencores estaba a desbordar.




La mayor parte del conjunto de perfiles reunidos en Semblanzas pertenece a Galería de tipos de la época, la cuarta parte de las memorias de Baroja, pero también se encuentran algunos textos menos conocidos y de valor complementario. El libro se puede entender como una introducción al barojismo o como una compilación de los mejores momentos de su malicia. Pero en cualquier caso se puede apreciar en él ese particular estilo barojiano, despojado y en apariencia poco elaborado. Se podría atribuir a sí mismo lo que dice respecto a Azorín: la búsqueda de la exactitud y de la precisión del lenguaje (no en el sentido gramatical, que le importaba poco).

Y es que, como dice Francisco Fuster en su prólogo, esta galería de personajes también se puede leer como una autobiografía de Baroja, no solo porque en la mayoría de las historias que cuenta el aparece como personaje, sino porque a través de sus opiniones y, no menos importante, de su estilo, al final del libro a quien mejor conocemos es al propio autor. Y quizá no nos apetecería mucho pasar una tarde con él, pero lo que no estaríamos dispuestos a perdernos de ninguna manera es a pasar una tarde con sus libros.

Editorial Caro Raggio

miércoles, 8 de abril de 2015

Napoléon, de Georges Lefebvre


Pese a que el título no parece dejar lugar a dudas, en realidad Napoléon, de Georges Lefebvre no es una biografía del emperador francés, sino una historia del consulado y del imperio. Obviamente la figura de Bonaparte no solo marca todo este periodo, sino que por sí mismo sirve para reflejar toda una época, pero Lefebvre no se ocupa de investigar detalles vitales sobre su personaje (nada de su infancia ni de su formación, el libro se abre con la toma del poder por Bonaparte), ni se preocupa por cuestiones psicológicas o costumbristas: no es un retrato, sino una panorámica.

Lefebvre publicó su libro en 1936, cuando la nueva historia iniciada por la escuela de los Annales ya había iniciado su revolución metodológica, influencia patente en el estilo del autor, más preocupado por amplios campos de estudio (sociedad, economía, cultura) que por el tradicional enfoque en fechas y grandes personajes. Pero los postulados teóricos del historiador en ningún momento le impiden atenerse a los hechos y limitar el alcance interpretativo de su obra. Así, aunque Lefebvre se consideraba un historiador marxista, no duda en negar el determinismo histórico: si Napoleón no hubiera existido, las cosas habrían sucedido de una manera muy diferente.




De la misma manera, la honradez intelectual de Lefebvre le impide caer en los extremos que a menudo han condicionado los estudios sobre Bonaparte. Aunque se podría considerar un defensor moderado del emperador, no esconde sus críticas ni obvia el lado más nefasto y cruel de Bonaparte. Si por una parte el gobierno de Napoleón contribuyó a crear el Estado moderno, racionalizando la administración y propiciando avances tan fundamentales como el Código civil (no en vano llamado comúnmente el Código napoleónico), también es cierto que la revolución social que prometió la Revolución francesa nunca llegó a culminarse y con el tiempo Napoleón se hizo cada vez más conservador y cercano a los intereses de la aristocracia.

Y esto por no hablar de su nepotismo sin disimulos y de su despotismo solo un poco más abierto que el del Antiguo Régimen. Incluso su indiscutible genio militar, que propició las mayores victorias conocidas en mucho tiempo, también tuvo su contrapartida desastrosa. El imperio de los cien días no fue más que un ataque de vanidad caprichoso cuyas consecuencias fueron una nueva devastación de la tierra francesa y multitud de muertes innecesarias. Con esta perspicacia a la hora de pintar los claroscuros, con su devoción al detalle y al dato exacto, Lefebvre construyó una historia del imperio que todavía sigue vigente, que se podrá actualizar y enriquecer, pero difícilmente derribar.

Editorial Nouveau Monde


martes, 7 de abril de 2015

Que se levanten los muertos, de Fred Vargas


Que se levanten los muertos es una de las primeras novelas de Fred Vargas (pertenece a lo que se podría considerar como el periodo pre-Adamsberg), y sin embargo ya posee todos los elementos que han convertido a Vargas en una autora adictiva y para muchos en la mejor escritora de novela negra de la actualidad. Puede parecer contradictorio que todas las novelas de Vargas sean tan particulares y a la vez tan reconocibles, pero es que la autora es única a la hora de mezclar elementos ya conocidos y lograr resultados sorprendentes.

Por ejemplo, el misterio que encierran sus libros siempre tiente un aire extraño, casi paranormal, pero su resolución es racionalista, cartesiana. Que se levanten los muertos, como todas sus novelas, se inicia con un suceso inexplicable, en este caso la aparición de la noche a la mañana de un haya en el jardín de una cantante de ópera retirada. Esta discordancia podría pasar inadvertida, pero da pie a que se inicia una historia en la que nada parece tener sentido y en la que los muertos (ya sea de manera metafórica o real) se ponen en pie para reclamar su venganza.




También el humor de Vargas es muy suyo. En Que se levanten los muertos aparecen por primera vez “los tres evangelistas”, Marc, el medievalista incisivo; Mathias, el prehistoriador que personifica la pervivencia del cazador-recolector; y Lucien, el obsesivo investigador de la Gran Guerra. Por supuesto, tampoco podía faltar Armand, el viejo policía retirado que se las sabe todas. Vargas podría muy bien utilizar estos excéntricos personajes para burlarse de ellos sin conmiseración, pero en su lugar los trata con cariño y respeto.

Otro elemento muy característico de Vargas es un romanticismo palpable y a la vez pudoroso. Todos sus personajes esconden una historia de amor, pero este se desarrolla casi de manera subterránea. Pero todos estos elementos que enriquecen la narración no evitan que fluya una investigación policíaca llena de recovecos y meandros imprevisibles, como no podía ser menos cuando los detectives son unos personajes tan geniales y disparatados como los tres historiadores evangelistas, con pistas falsas, sorpresas y, ante todo, el retrato de un mundo del que, al menos en materia literaria, no se querrá salir.

Editorial Viviane Hamy
Edición en castellano en Siruela

lunes, 6 de abril de 2015

Goat Mountain, de David Vann


Más allá de corrientes literarias o modelos estilísticos, parece que de vez en cuando surgen algunas historias que “están en el ambiente” y que de algún modo se reproducen como memes a lo largo del mundo manifestándose en la obra de muy diferentes autores. Según cuenta el propio David Vann los sucesos narrados en Goat Mountain son profundamente personales y dieron origen al primero relato que publicó, pero lo cierto es que esta historia salvaje y de ambiente primitivo remite a otras novelas publicadas en los últimos años.

En Goat Mountain nos encontramos con un niño y su padre (en esta ocasión acompañados por el abuelo y un amigo de la familia) situados en medio de la naturaleza y enfrentados a un hecho violento. Los personajes se encuentran como fuera del mundo, en un lugar casi mitológico en el que no funcionan las mismas reglas que “allí fuera”. Es uno de esos territorios en los que, ya sea debido a un desastre ecológico o nuclear, o situados temporalmente en una época pretérita de decadencia y abandono, parece que el futuro y el pasado se mezclan en un presente desolado.




Pero este aroma a ya conocido no tiene demasiada importancia. Por una parte, es totalmente verosímil que como cuenta Vann se trate de una historia familiar con implicaciones que le han acompañado a lo largo de toda su vida. Pero por otro lado, es que el argumento es casi secundario. El incidente brutal que desencadena los acontecimientos es simplemente el punto de inflexión a través del cual se manifiesta el sentido atávico de la crueldad, la fuerza y el asesinato como compañeros inseparables del ser humano.

Los personajes de Gout Mountain parecen vivir en un lugar previo a la civilización en el que los instintos y la ley de la sangre proclaman su preponderancia. En ese choque entre un mundo sin reglas (o con reglas tan sanguinarias como las expuestas en el del Antiguo Testamento) y en el que el mensaje del Nuevo Testamento es tomado en su vertiente más represivo (Jesús es citado repetidamente, al igual que Caín, y la herencia de ambos es difícil de sobrellevar) se produce esta explosión en la que se mezclan el ansía de violencia, el instinto paternal y la lucha por la supervivencia. Y Vann no deja que nadie salga ileso.

Editorial Random House
Traducción de Luis Murillo Fort


miércoles, 1 de abril de 2015

Formas del amor, de David Garnett


Para muchos ingleses Francia aparece como un gigantesco escenario en el que se desarrollan pasiones y dramas impensables para el alma serena y contenida de un británico. Por eso David Garnett, que ya desde el título de Formas del amor deja clara su intención de investigar sobre las diferentes pieles que adquiere el romance, eligió con tino la France como lugar en el que desarrollar sus historias de enamoramiento, celos, adoración y decepción.

Pero más allá del decorado, Garnett no sufre el contagio del ardor meridional. Su estilo es reconcentrado, siempre yendo al grano, sin dejar apenas espacio para las interpretaciones psicológicas o las descripciones románticas (en el sentido de reflejar ánimos a través de ambientes). La historia de Formas del amor se desarrolla a lo largo de más de quince años, pero la brevedad de la novela deja claro que no hay espacio para divagaciones, solo cabe lo esencial.




Cada parte del libro se centra en una “forma del amor”, pero al igual que sus personajes se mezclan, adoptando alternativamente el peso de la acción, no se puede considerar la obra como una pieza amorfa. El corazón (término más apropiado aquí que “nucleo”) de la historia palpita en cada página sin que los desplazamientos físicos ni el paso del tiempo afecten al conjunto, trabado por Garnett con efectividad y consistencia.

Como no podía ser de otra manera, el autor se toma un tema tan dado a expansiones como el amor con cierta distancia, a pesar de que no se prive de escenas violentas y de sentimientos más grandes que la vida. Pero Garnett mantiene en todo momento una apropiada reserva, en cualquier caso no cínica, sino de profunda comprensión hacia sus personajes. Estos parecen vivir por y para el amor, como en una película francesa, pero lo que queda es una grave ligereza, como en una novela inglesa.

Editorial Periférica
Traducción de Marian Womack