lunes, 9 de diciembre de 2013

Jinete Nocturno (VII)

SEGUNDA PARTE


29
-Qué aburrimiento.
-Sí, señora Princesa.
-¿Dónde está Pierre?
-Dijo que se iba al cine, señora Princesa.
-Pero cuánto le gusta el cine a este chico.
-Mucho, señora Princesa.
-El cine sí, pero cuando se le pide que haga lo que tiene que hacer, siempre se escapa.
-Cierto, señora Princesa.
-Pero tú no le critiques, eh. Yo puedo decir lo que quiera que para eso os pago. Y muy bien, por cierto, demasiado. Pero tú te callas, que tienes muchos motivos para hacerlo, además.
-Ajá, señora Princesa.
-¿Te he contado alguna vez la historia de mi segunda marido?
-Sí, señora Princesa.
-Se llamaba Alfred, pero yo siempre le llamaba Freddy. A él le molestaba, porque como era bajito, se pensaba que me burlaba de él. Pero a mí me daba igual. Yo soy la que pago, yo soy la que pongo los nombres.
-Efectivamente, señora Princesa.
-El caso es que Freddy se parecía mucho a Pierre. Solo que en vez del cine, lo que le gustaba a él era el casino. Y eso es mucho peor, claro.
-Claro, señora Princesa.
-Se gastaba lo que tenía y lo que no tenía. Y luego la que tenía que poner los francos era yo. Pero le quería mucho, a Freddy. Por eso teníamos muchas broncas, pero al final siempre acababa cediendo.
-Sí, señora Princesa.
-Pero hubo un día en el que perdió millones y eso ya no lo pude soportar. Me vino llorando, suplicando. Tenía que pagar como fuera, estaba en un verdadero lío, con mafiosos de por medio, según decía. Pero yo no me lo creí y le dije que no, que ya estaba bien, que se buscara la vida.
-Muy bien, señora Princesa.
-Aquí teníamos una pistola, por si acaso, y ese día Freddy se fue a por ella y me dijo: muy bien, tú lo has querido. Todavía no sé si me estaba amenazando o si estaba sugiriendo que se iba a pegar un tiro. Supongo que nunca lo sabré. Porque cuando le di la espalda, él abandonó el yate y nunca más he sabido nada de él. ¿Tú has tenido alguna noticia de Freddy?
-No, señora Princesa.
-Aparte del casino, lo único que le gustaba era la música. Eso sí que me gustaba de él. Era un melómano, Freddy.
-Naranananá, señora Princesa.
-Sí, ya sé que a ti también te gusta.
-Sobre todo los violines, señora Princesa.
-Cállate. Bueno, cuando vuelva Pierre lo preparáis todo, que tengo ya ganas de irme de aquí. El ruso ese me da muy mala espina.
-Es simpático, señora Princesa. El otro día me regaló una botella de vodka.
-Pues se la devuelves ahora mismo. No quiero tener nada que ver con esa chusma. ¡Rusos!
-Va a ser un poco difícil, seño...
-¿Cómo?
-Sí, señora Princesa. Mañana nos vamos.


30


Tras esperar más de media hora sin que nadie fuera a su habitación ni recibir ninguna respuesta de sus múltiples llamadas telefónicas, Tom decidió que tenía que hacer algo por su cuenta. Su anterior excursión por las calles de París no le había salido muy bien, pero quedarse encerrado en esa habitación de hotel le parecía todavía más ridículo que frustrante.
Esta vez sí que se habían ocupado de poner vigilancia en su puerta, como había comprobado cuando salió a “tomar el aire”, y sabía que no le iba a ser nada fácil librarse de los franceses. Además, tampoco quería arruinar toda la misión si era visto por alguna persona inadecuada. Estaba en un callejón sin salida, hasta que un nombre le vino a la mente.
-¡Henri! No sé cómo he podido ser tan estúpido -dijo Tom sin dar tiempo a su interlocutor a saludar.
-¿Tom? ¿Qué pasa? ¿Dónde estás? -Henri, sabedor de que Tom no acostumbraba a hacer llamadas de broma ni, ya puestos, a llamar para preguntar cómo te iba, se puso en alerta inmediatamente.
-Estoy aquí mismo, en París, en el hotel Sainte-Croix.
-Ah, qué bien. Si quieres podemos vernos. Deja que mire... -dijo Henri mientras rebuscaba en su repleta agenda.
-No, no mires nada -dijo Tom imperativo-. Tenemos que vernos ya, cada segundo cuenta.
-Mira, Tom, yo también tengo ganas de verte -dijo Henri mientras buscaba una excusa con la que ganar tiempo-, pero ahora mismo...
-Henri, tienes que venir. Ahora -y el tono admonitorio de Tom no dejaba lugar a dudas.
-Hmmm... -Henri solo se dio unos instantes para calibrar la seriedad de la llamada-. Espero que no sea una de tus locuras. Voy para allá.
-Por cierto, esta llamada estará siendo escuchada y se tomarán las medidas predecibles. Estás avisado.
-Ya, no hace falta ni que lo digas.


31


El teléfono de Marcel llamó la atención de las vacas durante un segundo, pero enseguida volvieron a sumirse en su metafísica. Harker permaneció más atento, aunque Marcel, que ya estaba a una distancia inaudible de él, se alejó aún más.
La conversación no duró ni cinco minutos, pero eso debía de ser un récord para Marcel. Cuando se acercó a John, simplemente le dijo “vámonos”.
Harker cogió su maletín y se subió al Land Rover, que Marcel iba a conducir con tal concentración que John pensó que ni un meteorito conseguiría distraerle de la carretera. Probó a soltar algunas frases de compromiso, e incluso se arriesgó con un “¿adónde vamos?”, pero la respuesta fue la esperada: un silencio divino. John pensó que a Marcel debía de habérsele contagiado algo de la actitud meditativa de las vacas de la granja, aunque ni tan siquiera sabía si vivía allí habitualmente. Lo dudaba.
Prefería no pensar en lo que tenía por delante y una conversación intrascendente le habría venido muy bien, pero ya estaba claro que eso no iba a suceder. Así que John se conformó con sacar un cigarrillo de su pitillera y echar cuenta del tiempo que le quedaba con tan agradable compañía. Cuando se inclinó ligeramente para encender el pitillo, su instinto profesional le indicó que algo iba a pasar.
Marcel debió de tener la misma impresión, porque el volantazo que pegó casi le lanza a través de la ventanilla.
Primero oyó el ruido que producía un potente motor a toda máquina. Al instante las primeras balas comenzaron a sonar cerca de él. Demasiado cerca.
Sin soltar el volante ni mostrar la más mínima reacción, Marcel se las arregló para abrir un compartimento del coche que hasta entonces le había pasado inadvertido a John. Con una mirada casi imperceptible, pero que John captó a la primera, le indicó que cogiera el arma que ponía a su disposición.
La carretera ya quedaba atrás mientras perseguidos y perseguidores se introducían en lo que parecía ser un viñedo. Pero que no le preguntaran a John por los detalles, en esos momentos estaba más ocupado fijándose en otras cosas.
En un segundo el Land Rover dio una vuelta de 180 grados y se cruzó con un todoterreno negro del que salían dos ametralladoras que ofrecían un completo espectáculo de sonido y luces. Mejor que en la ópera, le dio tiempo a pensar a John antes de empezar a disparar su escopeta.
La imagen de los dos vehículos cruzandose en la carretera recordaba a un duelo medieval en el que dos caballeros se retaban en duelo con sus lanzas en ristre. La primera embestida no derribo a ninguno de los jinetes. Pero el lance no había hecho más que comenzar.
Ambos autos dieron un giro que volvió a poner sus morros enfrentados. Parecía que no había nadie por el viñedo, pero de ser así, era poco probable que se inmiscuyera en los asuntos de una personas realmente muy cabreadas.
Esta vez Marcel decidió apurar sus posibilidades y de dirigió directamente hacia la parte frontal del todoterreno acelerando hasta el límite.. El otro conductor pareció aceptar el reto y se situó en el medio del camino, mientras que las balas de la ametralladora seguían acosando al Land Rover sin lograr abatirle. Los disparos de John, más espaciados pero más contundentes, habían alcanzado el parabrisas de su adversario, pero no habían logrado derribar la protección.
-Agárrate.
Era la segunda vez que escuchaba la voz de Marcel esa mañana. Y dudaba que pudiera volver a oírla.


32


500 kilómetros al norte, los últimos años de la vida que Harker creía cercana a su final habían sido descritos con todos los detalles que eran posible entresacar de una nube de misterios, pistas falsas y testimonios contradictorios que se habían recolectado.
-Todo eso está muy bien -dijo Helen después de una hora de escuchar pacientemente soliloquios que parecían sacados de Ionesco y de ver imágenes borrosas, como si estuviera en El tercer hombre siendo convencida de la culpabilidad de Harry Lime-. Pero aparte de dejarme claro que los agentes ingleses no son de fiar, no me ha dicho qué tiene que ver Harker en todo este lío.
Millot pareció desconcertado durante un instante. Había pensado que todo el trabajo que había expuesto dejaría bien calladita a la inglesa y podría ponerse a resolver algunos asuntos realmente importantes. En unos segundos de reflexión le dio tiempo a repasar una completa cadena de mando para la que tenía reproches sin excepción. Ya llegaría su momento. El pensamiento le provocó una sonrisa intempestiva que descuadró aún más a Clarke.
-Está claro, ¿no? -su pose avinagrada había regresado-. Harker es un intermediario. Tiene contactos, recursos y materiales que ofrecer. Supuestamente es un tipo de grandísimo talento. Por eso confiasteis tanto en él, ¿no es así?
-¿Me está diciendo que el mayor traficante de armas del mundo necesita a un free lance de pasado turbio para lleva a cabo sus operaciones? -preguntó Helen con ese aire de superioridad tan inglés que tanto enervaba a Millot.
-Le recuerdo que las armas son inglesas -en toda la cara-. En este negocio, como supongo que sabrá, todo se trata de a quién conoces y cómo mueves el material.
Con mucho gusto Helen y Millot se abrían abofeteado. Millot pensó en duelos al amanecer, pero su caballerosidad francesa le impidió llegar más lejos que a levantar el mentón.
-No sé -dijo Clarke, que había dudado entre pistola y florete-. Tom tenía razón, hay algo aquí que no encaja.
-¡Ya estamos con Winder y sus locuras conspirativas! -exclamó Millot exasperado-. Escúcheme, aquí tenemos muchas cosas de las que ocuparnos para entretenernos con los asuntos internos de los ingleses. Así que si me lo permite, la voy a dejar con sus teorías para centrarme en Jinete Nocturno.
-Le acompaño.
-Si no hay más remedio...


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