miércoles, 26 de agosto de 2015

Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer


Las Leyendas de Bécquer es uno de esos libros que se suele leer en los años escolares y de los que se conserva tan buen recuerdo que de vez en cuando entran ganas de regresar a él, pero siempre se interpone una novedad que nos parece más acuciante: después de todo, Bécquer nunca se apagará (no se puede decir lo mismo de la última obra maestra editada). Cuando finalmente volvemos a sus páginas, la fuerza de sus imágenes hace que, por muchos años que hayan pasado, inmediatamente recobremos las sensaciones que tuvimos en la primera lectura, ahora sin duda enriquecida y completada.

Porque lo más llamativo, lo más memorable de los relatos de Bécquer, es la creación de imágenes imborrables, hasta tal punto que aunque hiciera tiempo que no pensáramos en ellos, enseguida regresan del lugar apartado de la memoria en la que los habíamos enclaustrado y resplandecen con esa verdad y esa fascinación que son lo que convierten las leyendas en algo muy real. Ya sea en sueños, en reflejos que impregnan otras obras, en nuestras propias fantasias, las creaciones de Bécquer siempre han estado allí, aunque no nos diéramos cuenta.




La verdad es que las Leyendas no comienzan con buen pie. Cierto que El caudillo de las manos rojas tiene una exuberancia apabullante, pero su exotismo suena impostado. Por suerte, pronto entramos en terreno plenamente romántico, sí, pero en el que por arte de magia los tópicos se transforman en sinceras muestras de espíritu. Las historias medievales, los elementos sobrenaturales y la pasión artística se entremezclan para crear un mundo propio de ficción pura pero a la que cualquier lector con un poco de sensibilidad entrega su alma.

La armadura que se sostiene sin nadie en su interior, el órgano decrépito que suena sin que nadie lo toque, la reunión de monjes a medianoche para cantar el miserere, las estatuas que cobran vida, la joven convertida en corza blanca... Es obvio que Bécquer tiene el don de la musicalidad, que sus cuentos más que leerse se degustan gracias a su explosión sensorial, que tiene esa gracia única para describir de la manera más preciosista y que a la vez todo parezca fluido. Pero lo que realmente permanece son sus ambientes, sus cuadros de una viveza a menudo aterradora, su capacidad taumatúrgica para convertir la palabra en vida.



Editorial Cátedra

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