Hasta tal punto El canto del cisne contiene tantos elementos de la novela clásica de
detectives que podría tomarse como un popurrí del género. Pero el
nombre de Edmund Crispin, que ya nos había demostrado en La
juguetería errante su habilidad para mezclar tramas elaboradas con
un toque de humor irresistible, garantiza que no estamos ante un
cajón de sastre revuelto, sino ante un plato perfectamente cocinado
con todos los ingredientes que los admiradores de las historias de
detectives esperan encontrar.
Aquí tenemos a Gervase
Fen, el excéntrico profesor metido a detective infalible; la ciudad
de Oxford, evocador escenario donde los crímenes más absurdos se
convierten en materia de estudio erudito; una compañía de ópera
rebosante de egos que prepara el estreno de Los maestros cantores de
Wagner; un supuesto suicido con algunos cabos sueltos (literal); y no
una, sino hasta tres parejas de enamorados que mezclaran sus cuitas
con la investigación del crimen. Por supuesto, también habrá otros
personajes a cuál más lunático y escenas en las que la sutil línea
entre tradición y parodia se ve todavía más enflaquecida.
Pero hay un apartado en el
que Crispin se aparta de las normas del género detectivesco. En este
tipo de libros, al contrario que en la novela negra, a menudo lo más
importante es saber “quién lo hizo”, el famoso “whodunit”.
Por el contrario, y sin que ello signifique que Crispin sea
negligente en la elaborada resolución del caso, en El canto del
cisne lo más divertido es conocer las peculiaridades de cada
personaje, dejarse llevar por su ambiente puramente literario y
disfrutar de una intriga tan intrascendente como refrescante.
Editorial
Impedimenta
Traducción
de José C. Vales
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