jueves, 25 de septiembre de 2014

Necesito dirección

Por aquí, Andrés.

Un relámpago le deslumbró y vio el mapa. Miró hacia atrás en busca de la voz. Grave error. Al girar la cabeza su posición había perdido el punto de fuga. Se topó con sus ojos. Unos ojos que expresaban desolación. Bueno, desolación, desolación, tampoco exageres, cierto extravío. En cualquier caso, unos ojos que imploraban guía. Durante unos segundos una película pasó por tu mente. Y era un largometraje. Recordaste aquella primera vez, cuando una señora de acento extraño te preguntó por la zapatería. Sí, llevaba un vestido de lunares. O por lo menos así empecé a verla cuando recordaba el incidente. Qué casualidad, mi madre acaba de entrar y yo he doblado la calle para explorar mundo, pero no demasiado, no conozco el barrio y esto es otro mundo. Sí, conozco la zapatería, está justo ahí. Te das cuenta de la equivocación nada más el agradecimiento ha salido de la boca de la mujer. Un agradecimiento de exótica melodía. Los lunares ya se dirigen a su falso destino. Ahora apenas son puntos. Qué vergüenza. Qué pensará esa señora extranjera de unos nativos que la engañan por pura maldad. Hasta los niños son unos maleantes. Pero no puedo levantar la voz y admitir mi fallo. La vergüenza ahoga mi garganta. Se da la vuelta apresuradamente y ruega que su madre salga enseguida, antes de que la mujer de acento extraño y vestido de lunares rectifique las coordenadas y le reproche su mala conducta.

¿Va todo bien?

Nada pasa. Sus temores de ser abandonado en medio del bosque para probar su propia medicina no llegan a cumplirse. Aunque quizá no le habría venido mal. Así aprenderás. En cambio, la mala experiencia no le abandonará nunca. Otra vez con las hipérboles. Lo peor es que volvemos a repetir la misma escena en incontables ocasiones. Habrá cambios de escenario y de vestuario, pero el libreto es prácticamente el mismo. También algunos momentos de respiro. Como si las cosas pudieran ser diferentes. Cerca de donde trabajamos hay un centro de salud escondido tras una fachada de palacio decadente. La gente se pierde por las intrincadas calles del centro y recurre una y otra vez a ese fumador indolente que no tiene otra cosa mejor que hacer que señalar la consulta. Hace experimentos. Cuántas veces le preguntan por semana. En una ocasión incluso me quedé después de trabajar rondando por la plaza para saber cuánto tardaría la primera persona en acercarse a preguntar. Urgencias. Anoto el dato. Servicio público. Unos días después, repito. Se convierte en costumbre. La vez en que se vieron atraídos hacia mí en menos tiempo fue de récord total: dos caladas. También es verdad que otro día tuve que rendirme después de pasearme durante cerca de una hora sin que nadie se aproximara. Mientes. Uno te pidió tabaco.

¿Está listo? Voy a entrar.

Te resistías a caer en las metáforas. Ni hormiguero, ni laberinto, ni vida. Pero había un sitio en el que siempre te sentías como un extraterrestre. O como un recurso retórico. El metro está hecho por seres malignos que quieren confundir a las pobres personas de bien y trastornarlas. El infierno, si no fuera una imagen tan facilona. Cada vez que te metías dentro del túnel te santiguabas, aunque fuera, esta vez sí, metafóricamente. Aquí entro pero nunca sé si podré salir. Es como las bocas, ¿cuál será mejor? O colocarse en el andén para estar mejor situado. Sacar codos, no dejar que entren antes de salir. Pero todo eso venía después. Primero, el plan. Empaparse del plano, establecer conexiones, saltarse las trampas. Esas paradas falsas. Te indican que aquí hay una estación pero es mentira, luego viene una sucesión interminable de pasillos, atravesar más andenes, subir escaleras para después bajarla, cruzarse con individuos tan desesperados como tú que creen que jamás volverán a ver la luz del sol. Los colores y los número se mezclan hasta formar un universo amorfo y sin sentido. Y luego te dicen que no uses metáforas. Que la vida es otra cosa.

Ya todo está bien. Agárrese a mí.

La satisfacción que siente al dar ocasionalmente una información precisa no alivia el remordimiento: el centro está lleno de turistas. Y pese a mapas y gepeeses, la inveterada costumbre de preguntar al nativo no ha sido erradicada. Es superior a tus fuerzas. Cada vez que te examinan sobre un emplazamiento, tienes que decir, sí, por ahí, lo sepas o no. Y da igual que lo sepas, porque la mitad de las veces sigues equivocándote. Mover a equívoco. No es con mala intención, lo sabes, pero también podrías callarte y no lo haces. Dedicas muchas de tus sesiones de autoanálisis a intentar comprender esta desviación, por así decirlo. Durante un tiempo pasas una hora al día reflexionando. Intentas no pensar en nada, pero siempre te ves a ti mismo en un laberinto. Y no salgo hasta que no abro los ojos. Hacemos propósitos de enmienda que nunca cumplimos. En los momentos de mayor neurosis te figuras una ciudad repleta de turistas errantes que han perdido todo contacto con sus seres queridos. Te los imaginas vagando por las dedálicas callejuelas del casco antiguo sin encontrar una salida. Y te hace gracia. Y eso luego te hace sentir peor. Y tomo la determinación de no volver a hacerlo nunca jamás. Lo siento, no hablo su idioma. Lo siento, no soy de aquí. Lo siento, no me suena. Es así de fácil. Una vez, recuerdo, estaba en una ciudad extranjera. Nunca había preguntado por una dirección. Aprendía mapas de memoria, dibujaba mis propias indicaciones, daba vueltas una y otra vez. Detenerse, jamás. Pero en aquella ocasión íbamos juntos e insististe en pararnos en el banco para consultar el plano. Maldita manía de construir ciudades-trampa. Maldita amabilidad anglosajona. Fue ella la que se paró. Preguntó si podía ayudar. Dijiste que sí, que gracias, que dónde estaba aquello. Sonrisa. No hay pérdida. Y no la hubo, estaba allí mismo. Pero eso fue después, ¿no te acuerdas?

No se preocupe, Andrés. No pasa nada.

El relámpago. Pasan los dos segundos y ya la tienes delante de ti, con el mapa en la mano y la pregunta en la boca. Pasan otros dos segundos de dilatación. Toda mi vida pasará por delante. Mejor, por detrás. Vaya, yo también voy hacia allí, ¿quieres que te acompañe? Es tan fácil. Como si ya nos conociéramos. Ella se excusa por su torpeza. Siempre me estoy perdiendo. No te preocupes, no tiene pérdida. Sí, nos conocimos de una manera muy curiosa. Seguro que te lo he contado miles de veces. Jaja, cada vez que saco un mapa me acuerdo de la primera vez. Es como nuestra canción. Tienes que aprender idiomas, si nosotros no hubiéramos sabido inglés, quizá tú no habrías nacido. Siempre se me ha dado bien leer planos, pero desde que ella no está, no me aclaro. Salida.

En caso de incendio.

Hubo un lugar. O quizá un momento. Todo estaba despejado. No te sentías libre, eso siempre ha sido demasiado para mí. Pero erais ligeros. Tenía esa sensación de no pisar la tierra. Lo decías con rubor, y enseguida añadías que era porque la hierba hacía que flotaras, que acostumbrado al asfalto, a la piedra, todo eso era como un planeta diferente. Algodón, seda, terciopelo. El campo, nada menos. Aprendiste que existían cosas como el horizonte. O las estrellas. Quizá podríamos aprender a guiarnos por las estrellas. Es de mucha utilidad cuando estás en el mar. De solo pasamos a solos. El mayor cambio que pudieras imaginar. Ella no paraba de reír, pero él no tenía miedo. Podía caminar durante horas sin extraviarse, porque no iba a ninguna parte. Hasta la manera de respirar era distinta. Todo ese tiempo, todo ese verde, el amarillo, el azul. Sí, te enseñó lo que era la hora azul. Tampoco sabías que el mundo pudiera existir ya tan temprano. Habías oído hablar de los que ponen las calles, y alguna referencia a los gallos. El mundo no existe hasta que no abres los ojos. Pero la hora azul fue algo diferente. Silencio.

¡Silencio!

Volviste, pero ya no fue igual. En realidad siempre os quedasteis allí. Podíamos perdernos por la ciudad, pero nuestro lugar siguió estando allí, dentro de nosotros. Y otra vez te ruborizas. Pasaste del pasado. No quisiste que supiera quién eras. Yo era así, le contabas, y tú eres asá. Tardó en comprenderlo, comme si comme ca, no exactamente. Entrasteis directamente en el futuro. Iremos, haremos, tendremos. Qué alegría más grande que vivir en el futuro. Y lo alcanzasteis. Entonces empezó el presente Nos quedamos allí mucho tiempo. El tiempo de los pronombres. Tú. Yo. Nosotros. Él. Ella. Ellos. Vosotros. El proceso siguió y en el camino se quedaron él y ella, pero permanecisteis vosotros. Nosotros. Y aquí comienza el pasado. Te acuerdas. Eso fue cuando. No, no sucedió así. Hasta que también lo perdiste.

Andrés, ya le acompaño hasta el servicio. Ay, hija, si yo te contara lo que eso significa para mí.

Para eso estoy yo aquí.


Ya se ha completado el ciclo. Has perdido el pasado. Ya solo te queda el momento presente. Pero tu presente es el de aquel día. Estás cerca del palacio. Estás pensando en tomarte un helado. Notas algo en el hombro y casi das un salto. El relámpago. Dice que necesita dirección. Asientes. Miras su dedo en lugar de la luna. Eres tonto. Voy para allí, si quiere. No comprende. Claro, perdón, estoy tonto. This way. Just come with me. Pero Andrés, ¿adónde va? ¿Qué haces tú aquí otra vez? ¿Quién eres? ¿Dónde está Anne? Tranquilo, Andrés, yo le ayudo. ¿Dónde está Anne? Acuérdese, Anne ya no está con nosotros, se fue. ¿Cómo? ¿Qué le dije? Me enseñó el plano y yo dije que podía acompañarla, que... Sí, Andrés, ya me lo ha contado. Ahora tranquilícese, vamos a su habitación. Por aquí, Andrés. 

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