jueves, 4 de septiembre de 2014

Un hombre en la raya, de José Jiménez Lozano


La cadencia pausada, el paisaje monótono, el continuo retroceso. Las descripciones minuciosas, los silencios significativos, las vidas atascadas. Habrá quien ni se acerque a las novelas de José Jiménez Lozano debido a múltiples prejuicios, como la apariencia de que son ese tipo de libros en los que nunca pasa nada. Como todos los prejuicios hacia este autor, pura tontería. En Un hombre en la raya no paran de pasar cosas, hasta el punto de amontonarse, de sucederse sin solución de continuidad. Y, cuando creíamos haber dado un episodio por finalizado, nos encontramos con un nuevo matiz, una nueva perspectiva, que trastoca toda nuestra composición de lugar.

En esta novela nos encontramos con una “España profunda” que nada tiene que ver con el tópico, con esos pueblos que solo aparecen en las noticias cuando se produce un crimen tremebundo y que muchas veces solo cobran una efímera relevancia precisamente en el momento en el que van a desaparecer arrasados por la modernidad. Daría la sensación de que se trata de habitantes de otro planeta. Pero Jiménez Lozano nos presenta un paisaje mucho más veraz y complejo. Aquí el adjetivo “profundo” cobra otro significado, telúrico y atávico. Las personas deben tanto a su pasado como al ambiente en el que han crecido y son plenamente humanas, con sus glorias y sus miserias.




Un hombre en la raya, publicado en 2000, se anticipa de manera clarividente a lo que estaba por llegar. Porque se podría acusar a Jiménez Lozano de ir en contra del progreso, de anclarse en un tradicionalismo estéril opuesto a cualquier avance. Pero entonces habría que hacer el mismo reproche a Mortimer o Chirbes. En realidad, a lo que se opone JJL es a la banalidad, al destrozo del pasado por un incierto bienestar que en realidad es un espejismo El autor se opone a los estrechos de mente (y a los que estrechan las aceras), a los que son incapaces de comprender a los demás y en su afán supuestamente por mejorar el mundo, sucintamente para enriquecerse, no dudan en esquilmar la tierra y a sus habitantes, despojándolos de su pasado y de su razón de ser.

Otra característica que convierte la escritura de JJL en una lección es su dominio del castellano. Y no hablamos ya solo del descubrimiento de palabras tan precisas y expresivas como dengue, cachicán o cermeño, como de ese estilo azoriniano, límpido, alejado del barroquismo tan habitual en la literatura en español. Pero esta simplicidad no tiene nada de improvisado, la peculiar construcción de las frases, esa manera de encontrar siempre la palabra más adecuada, el giro más sorprendente y a la vez esclarecedor, convierten a Jiménez Lozano en un maestro de la lengua en todo su esplendor.

Editorial Seix Barral

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