La idea inicial
de Señores niños es tan sencilla como una redacción escolar: unos
niños se despiertan un día transformados en adultos, mientras que
sus padres han vuelto a ser niños. ¿Qué pasa después? Un
argumento sugerente pero que en principio no parecería dar mucho de
sí, más allá de alguna divertida escena de equívocos, para
terminar explicándose como un sueño o la broma de un hada
juguetona.
Sin embargo,
sabemos que Daniel Pennac no se iba a conformar con hacer las cosas
tan sencillas. Con su habitual estilo fresco y natural, consigue
convertir Señores niños en un relato que evita todas las
trampas de la literatura juvenil (la más peligrosas de las cuales es
la condescendencia), trasformándose él mismo en un chaval de doce
años que sabe reflejar con viveza y gracia unos sentimientos que
parecerían ya imposibles de recuperar.
Y eso que uno de
los grandes aciertos de la novela es encontrar la voz narradora nada
menos que en un fantasma. Bueno, o en algo parecido. Como bien repite
el profesor Crastaing, la imaginación no es la mentira. Pero hay que
tener cuidado con las fabulaciones, no porque puedan convertirse en
realidad, sino porque en una novela, todo vale, pero no vale todo. Se
puede jugar con los límites de la verosimilitud, pero un paso en
falso y todo el montaje se viene abajo.
Por suerte,
sabemos que con Pennac esto no va a pasar. Con nuevos personajes,
pero sin salir de su querido barrio de Belleville, Pennac mantiene
todo su sentido del humor, su gusto por la aventura cotidiana, su
emoción sin sentimentalismos. En realidad las novelas de Pennac sí
que son como cuentos de hadas, pero de hadas con un punto punk que
disfrutan invirtiendo los valores de la sociedad convencional. Al
lector solo le queda aprender a jugar con sus normas.
Editorial
Mondadori
Traducción
de Manuel Serrat Crespo
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