Si la literatura fuera una
ciencia, sería curioso estudiar la proporción de libros, sobre todo
franceses, que deben su existencia a Vidas minúsculas. Se podría
argumentar que este libro ha propiciado la aparición de un nuevo
género, y con él una generación de escritores que han abandonado
la ficción en busca quizá de una mayor pureza, pero que sobre todo
han encontrado un medio de expresarse en primera persona sin pudor,
pero también sin vanidad.
En cualquier caso, el
estilo de Pierre Michon tampoco aparece de la nada. Su referente más
claro, ya desde el título, es Marcel Schwob. Y tampoco nos interesa
aquí introducirnos en la Historia de la Literatura en busca de
padres e hijos o hijos sin hijos. La consideración de Vidas
minúsculas como obra clave de la literatura contemporánea es
intrínseca, y no valorable por su descendencia.
Es cierto que la lectura
de libro no es cómoda, sino más bien áspera, morosa. Michon, que
sabe muy bien adónde va, se demora no ya en historias sin principio
ni fin, sino en frases que parecen que buscan su sentido mientras se
van formando. El estilo se convierte en el sentido del libro, pero no
de manera exhibicionista o vanamente virtuosa, sino que se revela
como la única manera posible de llegar a lo que el autor quiere.
Se dice que a través de
las pequeñas biografías de seres que nunca merecerían la atención
de los estudiosos, Michon perfila su propia vida. Pero lo que
realmente nos interesa es su visión, no su protagonismo. Porque si
el escritor está siempre presente, no es como un dios todopoderoso,
sino en todo caso como un ángel vigilante. Y las criaturas (no sus
criaturas) son retratadas en toda su humanidad. Pequeña humanidad.
Editorial
Anagrama
Traducción
de Flora Botton-Burlá
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