A
lo largo de las páginas de la Autobiografía de Mark Twain desfila
toda una tropa de escritores de gran popularidad en su época que hoy
solo sonaran a especialistas y, como en el caso de la inefable Marie
Corelli, son más recordados por sus excentricidades que por su obra
literaria. Por eso es tan extraordinario el caso del propio Twain,
que no solo ha superado la implacable prueba del tiempo, sino que ha
tenido que superar otros escollos que que habitualmente laminan la
pervivencia de una obra: su fabuloso prestigio en vida (durante
décadas fue sin duda el autor más famoso de Estados Unidos) y el
hecho de ser un escritor humorístico, cuando como es sabido el humor
es uno de los géneros más difíciles de perdurar.
Twain
prodiga su gracia innata por toda su Autobiografía, pero lo cierto
es que todo el libro también está teñido de melancolía y muerte.
Como Twain dice explícitamente, a veces la narración parece un
paseo por un cementerio en el que descansan sus seres más queridos.
Aparte del lamento por la pérdida de sus amigos, lo más doloroso
para Twain es describir la muerte de sus hijos y de su mujer. En este
último caso, el fallecimiento de su amada Clara, la angustia causada
paralizó su trabajo durante más de un año, y el tono feliz y vital
ya no pudo ser recuperado.
Antes
de ello, Twain construyó un libro de memorias en el que primaban las
anécdotas ligera y el retrato de personajes sin pelos en la lengua.
Desde la fantástica evocación de sus días infantiles, muy en el
estilo de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, hasta la tranquilidad de su
edad madura pasada en Europa, Twain se deleita en la recuperación de
los momentos más exaltados y divertidos de su existencia, sin
olvidarse de los tragos más amargos. En cada pasaje Twain delpliega
su habilidad para el colorido en la construcción de escenas y su
ironía a prueba de cualquier situación.
En
lo que respecta al retrato de las personas que conoció, Twain se
sirve de la libertad que le permitía la publicación póstuma de
esta Autobiografía para decir lo que realmente pensaba de ellas.
Porque Twain es generoso con sus amigos, con su prodigioso talento
para perfilar un carácter gracias a pequeños detalles, y siempre se
sitúa a sí mismo en el centro de la burla, pero tampoco se guarda
sus rencores cuando tiene que hablar de aquellos que le jugaron una
mala pasada o cuyo comportamiento juzgaba execrable.
Curiosamente
en el libro apenas hay referencias al proceso creativo y las
menciones a sus libros son muy secundarias, apenas un “lo escribí
en tal año” o “gané tanto dinero”, como mucho un “ese
personaje estaba basado en tal persona que conocí”. No hay
envanecimiento literario ni orgullo por sus logros, más allá de que
le posibilitaran llevar una vida acomodada (además de varios
traspiés mercantiles). Tampoco se trata de un falso desprecio ni de
renegar de su legado. Lo que está claro es que para Twain lo
importante no era la literatura en sí, sino la vida. Quizá por ello
su obra haya prevalecido.
Editorial
Espasa
Traducción
de Federico Eguíluz
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