Una
de las ventajas de leer un libro de memorias de un actor es que
podemos escuchar la voz del autor. Complicados mecanismos
neurológicos permiten que la acostumbrada lectura mental se
convierta en una retransmisión radiada en la que, en este caso, la
impresionante voz de Fernando Fernán Gómez se instala en nuestra
mente y transforma la lectura pasiva en algo así como la asistencia
a un fascinante monólogo en la que el protagonista nos cuenta, con
total intimidad, sus recuerdos más resplandecientes y un buen puñado
de anécdotas memorables.
Pero
El tiempo amarillo es una autobiografía muy peculiar. Si en la
primera parte Fernán Gómez más o menos se atiene a las
convenciones del género (aunque con libérrimos saltos temporales y
una estructura en la que no se sujeta a ningún principio superior a
su propio buen entender), en la segunda parte, cuando pasa a hablar
de su edad adulta, el pudor del autor le impide entrar en
determinados asuntos personales. Y eso por no hablar de la tercera y
última parte, más bien un diario en el que cabe un poco de todo, de
artículos propios y extraños a sueños esbozados.
Desde
luego, en una escuela de guiones la estructura de El tiempo amarillo
no pasaría la prueba. Poco importa, pues el lector agradece este
estilo caprichoso, como la memoria misma. En la primera mitad del
libro Fernán Gómez detalla su infancia (que, como asegura, no se
parece a ninguna otra) y junto al recuerdo cariñoso de su familia
podemos reconstruir el ambiente de los años que van de la dictadura
de Primo de Rivera al estallido de la Guerra Civil. En estos pasajes
el autor recupera la mirada sorprendida y necesitada de conocimiento
del niño con la visión retrospectiva y melancólica del adulto que
se enfrenta a estos tan luminosos como dolorosos recuerdos.
En
la segunda parte la narración se acelera y aunque abundan las
referencias y los detalles, el lector siempre quiere más. Con un
permanente punto de decepción, aunque sin ocultarse detrás de un
falso malditismo, Fernán Gómez hace repaso de una carrera que le
llevó a ser considerado el mejor actor de su generación y un muy
estimable director. Su trabajo en cine, teatro y otros medios fue tan
extenso que a la fuerza se quedan cosas fuera (es de lamentar que
apenas dedique espacio a Edgar Neville, por ejemplo), pero lo más
llamativo es su reticencia a hablar de cuestiones más personales.
Si
el prólogo de Luis Alegre (que, como siempre, se debe leer al final)
eleva el arte del name-dropping a una nueva categoría, hay que
admitir que el último acto de El tiempo amarillo, la ampliación que
Fernán Gómez escribió en 1998, no está a la altura del resto del
libro. La mayor parte la ocupa un diario de rodaje de Pesadilla para
un rico, que ciertamente no está entre sus trabajos más
destacables. Pero a estas alturas la compañía de Fernán Gómez se
ha convertido en tan familiar y amistosa que da un poco igual lo que
cuente, con oír su voz es suficiente.
Editorial
Capitán Swing
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