Pese
a tener un título tan genérico como Intelectuales, el libro de PaulJohnson se refiere a una categoría muy específica de este
colectivo, el de los intelectuales apocalípticos que trataron de
cambiar el mundo a través de sus ideas sin calibrar las
consecuencias nefastas que sus teorías conllevarían una vez
llevadas a la práctica. Pocos de ellos podrían calificarse como
buenas personas (aunque, excepto de Brecht, de todos encuentra
Johnson algún aspecto mínimamente positivo), pero lo peor no es que
fueran monstruos en su comportamiento particular, sino que su ejemplo
dio validez y una pátina de respetabilidad a las ideas más
abominables.
Desde
el santo patrón de la estirpe, el vilipendiado Rousseau, hasta el
último gran ejemplar de la raza, Chomsky, pasando por personajes
aparentemente tan dispares como Tolstoi o Sartre, Johnson caracteriza
a todos estos pensadores con valores tan poco ejemplarizantes como el
egocentrismo, la violencia, la hipocresía, la misoginia o el
antisemitismo. Aunque su opinión queda bastante clara a lo largo de
las seiscientas páginas del volumen, Johnson hace explícita su
opinión sobre los intelectuales en las páginas finales: si ves una
de sus reuniones, mejor sal corriendo en dirección opuesta.
En
realidad Johnson no se detiene demasiado en teorías políticas o
corrientes de pensamiento (para él su maldad y debilidad son
axiomáticas), sino que estudia sus vidas privadas para demostrar que
no había ninguna correlación entre sus postulados humanistas y su
verdadera forma de actuar (en castizo: una cosa es predicar y otra
dar trigo). Aparte de curiosas coincidencias, como la común
costumbre de evitar pagar impuestos entre propagandistas del bien
común, o la violencia doméstica entre divulgadores del pacifismo,
Johnson detecta en todos los especímenes tratados una radical
disonancia entre sus proclamas públicas de amor al prójimo y su
desprecio olímpico ante los seres humanos reales.
Como
si se tratara de un despotismo de nuevo cuño, los intelectuales de
los que habla Johnson dicen buscar lo mejor para las personas pero en
realidad no cuentan para nada con ellas, en la mayoría de los casos
ni tan siquiera se dignan a tratar con esos trabajadores o pobres a
los que dicen representar. Gracias a sus privilegios y la impostura
común, podía permitirse sermonear y dar lecciones mientras ellos
vivían aprovechándose de los demás, lo que no les impedía
mantener un tono de superioridad moral. Se trata de un caso palpable
de imposición de los conceptos sobre la gente.
Los
resultados criminales de este totalitarismo en el que una visión del
paraíso futuro justificaba cualquier abominación ya quedaron lo
suficientemente demostrados y descalificados a lo largo del siglo XX,
pero sin embargo la figura de muchos de estos intelectuales sigue
teniendo una aureola casi divina. Por eso es necesario un libro tan
extraordinario como este de Johnson. Él sí que fue capaz de dejar a
un lado su perfil más polemista para ofrecer un retrato veraz
(aunque de parte, eso tampoco lo oculta) de algunos de los gigantes
sobre los que se ha construido la sociedad actual.
Editorial
Homo Legens
Traducción
de Daniel Aldea Rossell
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