Escribir un
libro como París se parece mucho a construir un gran edificio. Lo
primero es tener una base firme, cimentada gracias a unos
conocimientos históricos tan sólidos como imperceptibles deben ser
para el visitante. En segundo lugar, hay que tener una planificación
exhaustiva, propiciando que todas las piezas encajen cuando sea
necesario, aunque esta parte también debe pasar inadvertida para el
lector en beneficio de una mayor naturalidad. En último lugar, hay
que conseguir una integridad y una fluidez que maticen la
grandiosidad y permitan pasearse por sus salones-páginas con la
ligereza y el asombro que transforman un edificio en un monumento.
Esta mezcla de
despliegue de recursos y sencillez es lo primero que debemos valorar
en el trabajo de Edward Rutherfurd. Pese a que en las 800 páginas de
París recorre 700 años de una de las ciudades con más
historia de Europa, en ningún momento cae en la grandilocuencia ni
en la pesadez que lastra muchas novelas históricas, imbuidas de una trascendencia que no le siente bien al género. Por eso, al contrario
de lo que pasa en muchas de estas novelas, en París apenas hay de
esos pasajes que se pueden saltar sin remordimiento: aquí todo tiene
sentido, no hay relleno, sino escenas que en todo momento hacen
avanzar la historia.
Rutherfurd
también sabe aprovechar en su beneficio lo que en otras novelas
históricas es una rémora: los cameos de personajes famosos. Cierto
que en París aparecen desde Enrique IV hasta Hemingway, pasando por
Villon o Picasso, pero en ningún momento transmite la sensación de
impostura, de estar metidos con calzador. Al contrario, dada la
elaborada estructura de la novela, con continuos saltos hacia atrás
y hacia delante, estos personajes consiguen a la vez completan el
panorama e introducir una veracidad histórica que, bien combinada
con las peripecias de los personajes de ficción, enriquecen las
diversas tramas.
Otro constraste
que Rutherfurd sabe utilizar muy apropiadamente es la conjunción de
grandes sucesos históricos con las vidas particulares de sus
protagonistas. En París asistimos a la matanza de san
Bartolomé, a la construcción de la torre Eiffel o la lucha de la
resistencia durante la Segunda Guerra Mundial. Pero esto no es más
que el telón de fondo en el que se desarrollan las vidas de media
docena de familias que, sin voluntad alguna de simbolismo, atraviesan
la historia de Francia para constituir su verdadera esencia. Desde
los aristócratas muy conscientes de su valía hasta los siempre
derrotados por la historia, el autor pinta un completo panorama
social que trasciende el determinismo gracias a la fuerza de los
sentimientos más humanos.
También se
puede poner en el haber de Rutherfurd, y este es su mayor logro, que
en la construcción de sus personajes no caiga en el esquematismo. El
impulso creativo del autor enlaza claramente con Victor Hugo (también
con Balzac, y en algún caso, lo que no deja de ser sorprendente en un
libro de este tipo, incluso con Proust), pero más allá de su
ambición de escribir una gran novela de acontecimientos, destaca su
habilidad para perfilar personajes de una gran complejidad. No se
trata de buenos y malos, sino que cada familia en general y cada
individuo en particular tiene su propio bagaje, sus motivaciones, su
ambivalencia. Y al unirse es cuando vemos el verdadero rostro de
París, ese que es imposible de captar en una foto fija y que este
París nos permite atisbar.
Editorial
Roca
Traducción
de Dolors Gallart y Ana Herrera
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