Si cada época tiene sus
monstruos favoritos (en la actualidad tenemos hasta dos especies en
lucha por la supremacía: zombis y vampiros), también es habitual
que periódicamente surja una pseudociencia que intente explicar
racionalmente sucesos de apariencia sobrenatural. Durante gran parte
del siglo XIX fue el mesmerismo, esa teoría que mezclaba magnetismo,
electricidad y conciencia, una moda que causó furor en Europa y
que trató de dar una pátina de ciencia al espiritismo.
Si no otro cosa, al menos
el mesmerismo sirvió para nutrir multitud de obras de ficción de
muy diversa calidad. Entre sus mejores exponentes estaría La casa y el cerebro, que leída hoy puede parecer una acumulación de lugares
comunes (la casa encantada, los fantasmas con ojos de serpiente, el
mago maligno), pero que tiene algo perturbador que la eleva por
encima de la media. Edward Bulwer-Lytton, un personaje que ya daría
para una novela por sí mismo, no se andaba con enredos y en menos de
100 páginas relata con frenesí una historia que otros podrían
haber convertido en una trilogía a 600 páginas el tomo.
Esta aceleración, este
fervor, dotan al relato de una capacidad hipnótica, por otra parte
explícitamente señalada en el texto. Si Bulwer-Lytton se las
ingenia para plantear la historia de una manera tan cautivadora que
se gana al lector desde las primeras páginas, en el momento
culminante, cuando las apariciones se adueñan del relato, su
descripción y sus imágenes son tan vividas que se sobreponen a la
sensación del cliché para crear una verdadera sensación de pánico.
Para despertar, habrá que llegar al final cuanto antes.
Aunque casi todo el mundo
considera Psicosis una obra maestra, pocos recuerdan su final. Su
verdadero final. Ese en el que un psiquiatra explica la enfermedad de
Norman Bates y durante largos minutos se embarca en una cháchara que
no le interesa a nadie. En La casa y el cerebro hay una especie de
epílogo (suprimido en algunas ediciones) que nos recuerda a esa
escena. Una explicación poco convincente y por otra parte
redundante, en la que se nos presenta a un personaje tipo conde de
Saint Germain, cuando hubiera sido mejor dejar al lector sacar sus
propias conclusiones. Como en el caso de la película de Hitchcock,
mucho nos tememos que de ese final no se acordará nadie. Pero el
terror permanecerá.
Editorial
Impedimenta
Traducción
de Arturo Agüero Herranz
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