¿Qué puede tener de
interesante el diario de un escritor casi olvidado de hace cien años?
Un escritor que no tuvo aventuras apasionantes, ni conoció a otros
personajes relevantes más que a un puñado de autores más o menos
igual de olvidados que él. Un literato a menudo antipático,
desabrido, que convierte su malhumor en ingenio.
Y sin embargo, el Diario de Jules Renard no tiene desperdicio. Con una buena selección y una
traducción espléndida de Josep Massot e Ignacio Vidal-Folch, la
lectura de estas entradas en apariencia banales y pedestres se
convierten en un gozo y una sorpresa continuas. Porque la brillantez
gruñona de Renard es solo la máscara artística de una persona
decidida a escribir lo que siente, por muy duro que parezca, a veces
incluso inhumano en lo referente a su familia. Pero esta inhumanidad
es también la muestra de que estamos ante un ser humano real y no
ante un escritor que pretende quedar bien con la eternidad.
Con justicia, lo más
recordado de Renard son sus aforismos. Siempre atinados, no pocas
veces deslumbrantes, en ocasiones casi surrealistas. La primera vez
que se leen producen sorpresa, pero es en la relectura cuando se
descubre su profundidad, su capacidad para desvelar verdades ocultas.
Renard fue un escritor con sus miserias, que conocía mejor que
nadie; con sus limitaciones, que lamentaba también con ironía; y
con un ojo para la frase redonda que es más que suficiente para que
haya pasado a esa posteridad por la que tanto se preocupaba... para
olvidarse al pasar de página.
Editorial
Debolsillo
Traducción
de Ignacio Vidal-Folch
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