SEGUNDA PARTE
29
-Qué
aburrimiento.
-Sí,
señora Princesa.
-¿Dónde
está Pierre?
-Dijo
que se iba al cine, señora Princesa.
-Pero
cuánto le gusta el cine a este chico.
-Mucho,
señora Princesa.
-El
cine sí, pero cuando se le pide que haga lo que tiene que hacer,
siempre se escapa.
-Cierto,
señora Princesa.
-Pero
tú no le critiques, eh. Yo puedo decir lo que quiera que para eso os
pago. Y muy bien, por cierto, demasiado. Pero tú te callas, que
tienes muchos motivos para hacerlo, además.
-Ajá,
señora Princesa.
-¿Te
he contado alguna vez la historia de mi segunda marido?
-Sí,
señora Princesa.
-Se
llamaba Alfred, pero yo siempre le llamaba Freddy. A él le
molestaba, porque como era bajito, se pensaba que me burlaba de él.
Pero a mí me daba igual. Yo soy la que pago, yo soy la que pongo los
nombres.
-Efectivamente,
señora Princesa.
-El
caso es que Freddy se parecía mucho a Pierre. Solo que en vez del
cine, lo que le gustaba a él era el casino. Y eso es mucho peor,
claro.
-Claro,
señora Princesa.
-Se
gastaba lo que tenía y lo que no tenía. Y luego la que tenía que
poner los francos era yo. Pero le quería mucho, a Freddy. Por eso
teníamos muchas broncas, pero al final siempre acababa cediendo.
-Sí,
señora Princesa.
-Pero
hubo un día en el que perdió millones y eso ya no lo pude soportar.
Me vino llorando, suplicando. Tenía que pagar como fuera, estaba en
un verdadero lío, con mafiosos de por medio, según decía. Pero yo
no me lo creí y le dije que no, que ya estaba bien, que se buscara
la vida.
-Muy
bien, señora Princesa.
-Aquí
teníamos una pistola, por si acaso, y ese día Freddy se fue a por
ella y me dijo: muy bien, tú lo has querido. Todavía no sé si me
estaba amenazando o si estaba sugiriendo que se iba a pegar un tiro.
Supongo que nunca lo sabré. Porque cuando le di la espalda, él
abandonó el yate y nunca más he sabido nada de él. ¿Tú has
tenido alguna noticia de Freddy?
-No,
señora Princesa.
-Aparte
del casino, lo único que le gustaba era la música. Eso sí que me
gustaba de él. Era un melómano, Freddy.
-Naranananá,
señora Princesa.
-Sí,
ya sé que a ti también te gusta.
-Sobre
todo los violines, señora Princesa.
-Cállate.
Bueno, cuando vuelva Pierre lo preparáis todo, que tengo ya ganas de
irme de aquí. El ruso ese me da muy mala espina.
-Es
simpático, señora Princesa. El otro día me regaló una botella de
vodka.
-Pues
se la devuelves ahora mismo. No quiero tener nada que ver con esa
chusma. ¡Rusos!
-Va
a ser un poco difícil, seño...
-¿Cómo?
-Sí,
señora Princesa. Mañana nos vamos.
30
Tras
esperar más de media hora sin que nadie fuera a su habitación ni
recibir ninguna respuesta de sus múltiples llamadas telefónicas,
Tom decidió que tenía que hacer algo por su cuenta. Su anterior
excursión por las calles de París no le había salido muy bien,
pero quedarse encerrado en esa habitación de hotel le parecía
todavía más ridículo que frustrante.
Esta
vez sí que se habían ocupado de poner vigilancia en su puerta, como
había comprobado cuando salió a “tomar el aire”, y sabía que
no le iba a ser nada fácil librarse de los franceses. Además,
tampoco quería arruinar toda la misión si era visto por alguna
persona inadecuada. Estaba en un callejón sin salida, hasta que un
nombre le vino a la mente.
-¡Henri!
No sé cómo he podido ser tan estúpido -dijo Tom sin dar tiempo a
su interlocutor a saludar.
-¿Tom?
¿Qué pasa? ¿Dónde estás? -Henri, sabedor de que Tom no
acostumbraba a hacer llamadas de broma ni, ya puestos, a llamar para
preguntar cómo te iba, se puso en alerta inmediatamente.
-Estoy
aquí mismo, en París, en el hotel Sainte-Croix.
-Ah,
qué bien. Si quieres podemos vernos. Deja que mire... -dijo Henri
mientras rebuscaba en su repleta agenda.
-No,
no mires nada -dijo Tom imperativo-. Tenemos que vernos ya, cada
segundo cuenta.
-Mira,
Tom, yo también tengo ganas de verte -dijo Henri mientras buscaba
una excusa con la que ganar tiempo-, pero ahora mismo...
-Henri,
tienes que venir. Ahora -y el tono admonitorio de Tom no dejaba lugar
a dudas.
-Hmmm...
-Henri solo se dio unos instantes para calibrar la seriedad de la
llamada-. Espero que no sea una de tus locuras. Voy para allá.
-Por
cierto, esta llamada estará siendo escuchada y se tomarán las
medidas predecibles. Estás avisado.
-Ya,
no hace falta ni que lo digas.
31
El
teléfono de Marcel llamó la atención de las vacas durante un
segundo, pero enseguida volvieron a sumirse en su metafísica. Harker
permaneció más atento, aunque Marcel, que ya estaba a una distancia
inaudible de él, se alejó aún más.
La
conversación no duró ni cinco minutos, pero eso debía de ser un
récord para Marcel. Cuando se acercó a John, simplemente le dijo
“vámonos”.
Harker
cogió su maletín y se subió al Land Rover, que Marcel iba a
conducir con tal concentración que John pensó que ni un meteorito
conseguiría distraerle de la carretera. Probó a soltar algunas
frases de compromiso, e incluso se arriesgó con un “¿adónde
vamos?”, pero la respuesta fue la esperada: un silencio divino.
John pensó que a Marcel debía de habérsele contagiado algo de la
actitud meditativa de las vacas de la granja, aunque ni tan siquiera
sabía si vivía allí habitualmente. Lo dudaba.
Prefería
no pensar en lo que tenía por delante y una conversación
intrascendente le habría venido muy bien, pero ya estaba claro que
eso no iba a suceder. Así que John se conformó con sacar un
cigarrillo de su pitillera y echar cuenta del tiempo que le quedaba
con tan agradable compañía. Cuando se inclinó ligeramente para
encender el pitillo, su instinto profesional le indicó que algo iba
a pasar.
Marcel
debió de tener la misma impresión, porque el volantazo que pegó
casi le lanza a través de la ventanilla.
Primero
oyó el ruido que producía un potente motor a toda máquina. Al
instante las primeras balas comenzaron a sonar cerca de él.
Demasiado cerca.
Sin
soltar el volante ni mostrar la más mínima reacción, Marcel se las
arregló para abrir un compartimento del coche que hasta entonces le
había pasado inadvertido a John. Con una mirada casi imperceptible,
pero que John captó a la primera, le indicó que cogiera el arma que
ponía a su disposición.
La
carretera ya quedaba atrás mientras perseguidos y perseguidores se
introducían en lo que parecía ser un viñedo. Pero que no le
preguntaran a John por los detalles, en esos momentos estaba más
ocupado fijándose en otras cosas.
En
un segundo el Land Rover dio una vuelta de 180 grados y se cruzó con
un todoterreno negro del que salían dos ametralladoras que ofrecían
un completo espectáculo de sonido y luces. Mejor que en la ópera,
le dio tiempo a pensar a John antes de empezar a disparar su
escopeta.
La
imagen de los dos vehículos cruzandose en la carretera recordaba a
un duelo medieval en el que dos caballeros se retaban en duelo con
sus lanzas en ristre. La primera embestida no derribo a ninguno de
los jinetes. Pero el lance no había hecho más que comenzar.
Ambos
autos dieron un giro que volvió a poner sus morros enfrentados.
Parecía que no había nadie por el viñedo, pero de ser así, era
poco probable que se inmiscuyera en los asuntos de una personas
realmente muy cabreadas.
Esta
vez Marcel decidió apurar sus posibilidades y de dirigió
directamente hacia la parte frontal del todoterreno acelerando hasta
el límite.. El otro conductor pareció aceptar el reto y se situó
en el medio del camino, mientras que las balas de la ametralladora
seguían acosando al Land Rover sin lograr abatirle. Los disparos de
John, más espaciados pero más contundentes, habían alcanzado el
parabrisas de su adversario, pero no habían logrado derribar la
protección.
-Agárrate.
Era
la segunda vez que escuchaba la voz de Marcel esa mañana. Y dudaba
que pudiera volver a oírla.
32
500
kilómetros al norte, los últimos años de la vida que Harker creía
cercana a su final habían sido descritos con todos los detalles que
eran posible entresacar de una nube de misterios, pistas falsas y
testimonios contradictorios que se habían recolectado.
-Todo
eso está muy bien -dijo Helen después de una hora de escuchar
pacientemente soliloquios que parecían sacados de Ionesco y de ver
imágenes borrosas, como si estuviera en El tercer hombre
siendo convencida de la culpabilidad de Harry Lime-. Pero aparte de
dejarme claro que los agentes ingleses no son de fiar, no me ha dicho
qué tiene que ver Harker en todo este lío.
Millot
pareció desconcertado durante un instante. Había pensado que todo
el trabajo que había expuesto dejaría bien calladita a la inglesa y
podría ponerse a resolver algunos asuntos realmente importantes. En
unos segundos de reflexión le dio tiempo a repasar una completa
cadena de mando para la que tenía reproches sin excepción. Ya
llegaría su momento. El pensamiento le provocó una sonrisa
intempestiva que descuadró aún más a Clarke.
-Está
claro, ¿no? -su pose avinagrada había regresado-. Harker es un
intermediario. Tiene contactos, recursos y materiales que ofrecer.
Supuestamente es un tipo de grandísimo talento. Por eso confiasteis
tanto en él, ¿no es así?
-¿Me
está diciendo que el mayor traficante de armas del mundo necesita a
un free lance de pasado turbio para lleva a cabo sus
operaciones? -preguntó Helen con ese aire de superioridad tan inglés
que tanto enervaba a Millot.
-Le
recuerdo que las armas son inglesas -en toda la cara-. En este
negocio, como supongo que sabrá, todo se trata de a quién conoces y
cómo mueves el material.
Con
mucho gusto Helen y Millot se abrían abofeteado. Millot pensó en
duelos al amanecer, pero su caballerosidad francesa le impidió
llegar más lejos que a levantar el mentón.
-No
sé -dijo Clarke, que había dudado entre pistola y florete-. Tom
tenía razón, hay algo aquí que no encaja.
-¡Ya
estamos con Winder y sus locuras conspirativas! -exclamó Millot
exasperado-. Escúcheme, aquí tenemos muchas cosas de las que
ocuparnos para entretenernos con los asuntos internos de los
ingleses. Así que si me lo permite, la voy a dejar con sus teorías
para centrarme en Jinete Nocturno.
-Le
acompaño.
-Si
no hay más remedio...
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