No podemos entender el
gran malentendido alrededor de Jane Austen. Que se la considere una
autora romántica solo puede indicar que quien exprese tal opinión o
no ha leído ninguno de sus libros o lo ha hecho con tantos
prejuicios que la evidencia no pudo mostrar lo obvio. Decir que
Sentido y sensibilidad, por ejemplo, es un libro romántico sería
como decir que lo es Madame Bobary.
Con La abadía de
Northanger los malentendidos se multiplican, porque al equívoco
habitual se une su catalogación como novela menor de Austen, cuando
es un prodigio, quizá su libro más divertido, y en el que se
muestra tan sagaz e inventiva como en sus mejores momentos. Puede ser
que el motivo de su mala comprensión es que Austen utiliza la ironía
con tal maestría que una lectura poco atenta pueda llevar a tomarse
en serio lo que no es más de burla. Pero eso no es culpa de la
autora: más bien cuenta a su favor.
En esta ocasión Austen no
se conformó con parodiar las novelas románticas de heroínas
acechadas e historias de amor convertidas en ordalías a través de
las cuales la protagonista obtiene una lección y al final alcanza la
felicidad. Que también. Aquí nos encontramos además con una
parodia de las novelas góticas a la Radcliffe, con edificios
malditos, fantasmas y viento que apaga las velas en el momento más
inoportuno.
Utilizar el adjetivo
“delicioso” al referirse a una novela de Austen es peligroso,
pues puede llevar a los despistados habituales a confundirlo con
“meloso”, pero lo cierto es que la lectura de La abadía es un
placer continuo. Cada página se lee con deleite, saboreando la
gracia de la escritura de Austen y su habilidad para jugar tanto con
sus personajes como con sus lectores sin maltratarlos. Austen todavía
tiene mucho que enseñarnos, y nosotros mucho que aprender de ella.
Editorial
Espasa-Calpe
Traducción
de Isabel Oyarzábal
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