El hecho de que el paraíso
se puede encontrar en cualquier sitio lo demuestra William Henry Hudson al tener su rincón edénico particular en un lugar tan
improbable como la Argentina inmediatamente posterior a la
Independencia. Para este muchacho de procedencia gringa y crecido en
la pampa, nada significaban las luchas de poder y las interminables
guerras: el descubrimiento de la naturaleza, el éxtasis ante la
primera flor de la primavera, la observación fascinada de los
pájaros eran suficientes para completar su felicidad.
No deja de ser
clarificador que el adjetivo “bucólico” ya no pueda ser
pronunciado sin una connotación irónica. Si la poesía de este
género parece tan pasada de moda como cursi, la simple evocación de
la naturaleza como un lugar ideal y propicio a las maravillas provoca
alzamiento generalizado de cejas y sonrisas de superioridad. Sin
embargo, hace un siglo Hudson podía escribir un libro como Allá lejos y tiempo atrás sin que nadie le acusara de pomposidad ni de
ser un abrazaárboles.
Leído hoy, el libro sigue
manteniendo su atractivo. La sinceridad de Hudson y su amor
incondicional por la naturaleza, le llegan al lector de una manera
sentida y conmovedora. También hay una buena parte del libro
dedicada a las aventuras infantiles en un mundo de gauchos; a la
descripción de los extravagantes habitantes de un mundo ya lejano
(física y temporalmente), que en su pintoresquismo casi parecen
inventados; y una especial mirada sobre la propia familia de Hudson,
entre los que destacan el retrato de su querida madre, muerta
prematuramente, y de su tan admirado como temido hermano mayor.
Pero sin duda lo más
poderoso de la escritura de Hudson esta en esos pasajes dedicados a
su afición infantil, que más tarde se convertiría en su modo de
vida: la observación de la vida en estado salvaje. Para él cada
nueva especie de pájaro, cada serpiente, cada árbol es un
deslumbramiento, casi un milagro. Si a esa edad su mayor preocupación
era convertirse en un inútil, un embobado sin futuro, cuando
escribió Allá lejos ya cercano a los 80 años, confesaba que esta
facultad suya para apreciar los dones de la naturaleza le habían
servido para apreciar la vida en lo que vale.
Editorial
Acantilado
Traducción
de Miguel Temprano García
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