Una noche, un tren. Un
manuscrito sobre célebres procesos criminales. Una foto antigua con
un perturbador parecido. Algunas coincidencias inquietantes. Y, por
supuesto, un asesinato. Es un planteamiento tan sugerente como
manido. Pero John Dickson Carr consigue que el lector se sienta
cautivo desde la primera página de El Tribunal del Fuego: los
ingredientes están a la mano de cualquiera, pero hace falta tener un
talento especial para mezclarlos de tal manera que el resultado sea
fascinante.
De hecho, Carr se siente
tan a gusto en el terreno de los convencionalismos como adentrándose
en senderos mucho más turbios. Por ejemplo, en la novela se repiten
situaciones típicas de la novela de detectives al estilo de Agatha
Christie, como esas reuniones de personajes en las que un testigo, un
policía o un aficionado a la criminología (no podía faltar)
exponen sus teorías ante una audiencia perpleja y excéptica. Todo
con una apariencia de civilizada charla en el que se discute un
asesinato como si se hablara del tiempo.
Pero el autor no se queda
en esta superficie tan plácida. Como no podía ser menos tratándose
de un autor del Detective Club (donde compartía experiencias nada
menos que con Dorothy Sayers, Anthony Berkeley o Chesterton), sus
tramas son mucho más elaboradas y diabólicas (en este caso, nunca
mejor dicho), de lo que podría parecer. Con cambios de tono
constantes, giros sorprendentes (pero nunca facilones ni
injustificados) y una intriga siempre mantenida, Carr se muestra como
un auténtico maestro del género.
Todavía hoy en día la
yuxtaposición que plantea Carr entre relato de misterio y elementos
de terror sigue conservando su influjo. El lector nunca está muy
seguro de lo que está pasando, pero no en el sentido de “quién lo
hizo”, sino que la ambigüedad del estilo tiene unas implicaciones
mucho más poderosas: ¿se trata de un pérfido plan de mentes
maléficas, o todo este extraño embrollo solo puede tener una
explicación paranormal? La duda permanecerá hasta el final, e
incluso más allá. Como todo autor de categoría, Carr deja la
última palabra al lector.
Editorial
Valdemar
Traducción
de Juan José Mira
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