Parece
imposible que un libro tan pequeño como El nombre en la punta de la lengua (poco más de 100 páginas) contenga tantos misterios. Siempre
ha sido difícil describir la escritura de Pascal Quignard, pero un
libro como este escapa a cualquier intento de categorización.
Comienza con un prólogo que no se parece a ningún prólogo, para
después contar una leyenda medieval de apariencia tan sencilla como
rica en símbolos, y concluir con un ensayo personalísimo sobre
lenguaje y silencio.
Si
la leyenda de Colebrun y Jeûne es un trabajo de orfebrería, un
hechizo en sí misma, la segunda parte del libro, Pequeño tratado
sobre la Medusa, se presenta como la necesidad del autor de
expresarse, de dejar por escrito pensamientos dispersos que para él
tienen una relevancia vital. Es oscuro y filosófico, pero también
deslumbrante. Al contrario que ese tipo de literatura solipsista
cerrada sobre sí misma, la escritura de Quignard abre caminos.
Como
la mayoría de los escritores, Quignard confiesa que tiene grandes
dificultades para expresarse verbalmente. Incluso a lo largo de su
vida ha tenido episodios de mutismo total. Pero, como escritor, su
gran preocupación no es ya qué escribir (ese engaño de la página
en blanco), sino para qué. La búsqueda y el encuentro, la infancia,
la epifanía. Puede que sean lugares comunes, pero Quignard los trata
con una profundidad casi insólita.
El
propio estilo del autor es una declaración de intenciones. Es denso,
tan poblado de referencias (algunas tan íntimas que son casi de
imposible interpretación), con una narración intrincada y de
apariencia caprichosa, que a veces parece totalmente ajeno al lector,
quien sin duda no es una de sus mayores preocupaciones. Quignard
tiene muchos motivos para escribir, pero sin duda complacer no es uno
de ellos.
Editorial
Folio
Edición en
castellano en Arena Libros
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