Que
la historia narrada en Harriet esté basada en hechos reales
(cuando esta advertencia no se había convertido en nicho de
películas para televisión) solo añade una pizca más de terror a
un relato capaz de poner los pelos de punta al lector más entrenado.
Porque lo verdaderamente pavoroso del libro es que los monstruos que
aparecen en él no son los típicos psicópatas a los que la ficción
ya nos ha acostumbrado, sino personas en apariencia normales. Incluso
los hay bondadosos, pero que prefieren mirar para otro lado, lo que
los convierte en cómplices de la abominación.
El
relato de Elizabeth Jenkins comienza como tantas historias
convencionales, con una mujer débil y un trepa que intenta
aprovecharse de ella. Incluso en un primer momento hay cabida para el
humor, el tono ligero. Pero desde el principio hay algo en el
subtexto que inquieta al lector. No se sabe muy bien qué está
pasando, y de hecho no hay nada en la narración que subraye el
peligro, pero se percibe la incomodidad, el terror larvado, la cuenta
atrás hacia la tragedia.
Precisamente
la característica más notable del estilo de Jenkins es su sutileza.
En un primer momento hasta se la podría acusar de frialdad. Pero,
casi siempre de manera indirecta y sin dar importancia, va sembrando
la novela de sucesos turbadores. El ambiente es enrarecido, los
personajes, poco a poco, van desvelando su verdadero rostro. Y, lo
que era impensable, cobra forma. La manera en la que el mal en
estado puro se desliza entre la cotidianidad tiene su equivalente en
cómo Jenkins introduce escenas de lo más chocante en medio de una
aparente normalidad.
Aunque
el suceso del que la autora se sirvió como inspiración tuvo lugar
alrededor de 1875, el libro fue publicado en 1934, y resulta difícil
no asociar su argumento con el periodo histórico que vivía Europa
por esas fechas. No se trata de una parábola sobre el nazismo, pero
a través de sus personajes sí que podemos indagar en los procesos
psicológicos que llevaron a miles de personas supuestamente
razonable a abrazar el horror. En este sentido, la última parte de
la novela, que puede parecer un añadido que se aparta del tono
general del libro, es una obvia toma de partido por parte de la
autora. El lector también tendrá que decidir.
Editorial
Alba
Traducción
de Catalina Martínez Muñoz
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