Aunque
por su extensión, más de 1.100 páginas, El jilguero podría
parecer un libro épico, uno de esos gigantescos paisajes históricos
de pincelada amplia y perspectiva panorámica, en realidad el estilo
de Donna Tartt se asemeja más a la pintura del detalle, a la
precisión milimétrica, quizá contagiada por la maestría de Carel
Fabritius, que está en el eje de su narración. De hecho en un libro
así se podría esperar desvíos innecesarios y tramas alargadas
artificialmente, pero en realidad nos encontramos con que en muchos
casos Tartt podría haber extendido aún más el plano; hay
personajes de los que querríamos saber más, historias que se quedan
sin conclusión. Pero, de algún modo, la autora logra el punto
justo, la pincelada perfecta.
Sin
duda Tartt es una lectora atenta de Dickens, lo que se percibe no tan
solo en la construcción narrativa de El jilguero o en su habilidad
para crear personajes reales y cubiertos de capas de verosimilitud,
sino en un espíritu a la vez ambicioso (el retrato de una época) e
íntimo (esas vidas heridas y heroicas), de manera similar a lo que
comentamos recientemente a propósito de Historia de dos ciudades. Su
estudio del maestro inglés ha tenido que ser constante y atento de
la misma forma a la ambición más general como a los detalles más
esquivos. Pero el resultado no es una copia modernizada, sino una
manera de escribir personal, totalmente reconocible.
En
El jilguero se tratan grandes temas que nos conciernen a todos, pero
en lugar de caer en lo explícito o en el masaje cómplice, Tartt
reta al lector y lo lleva a la incomodidad. Su protagonista está
lejos de ser simpático, y sus decisiones son tan cuestionables como,
a fin de cuentas, irremediables. La sociedad que describe también es
turbadora, e incluso cuando cae en el truco de cortar de golpe lo que
parece un momento de felicidad con una nueva desgracia, la coherencia
es tal que no hay nada que reprochar. Además, en una historia que
gira en torno a la falsedad y la honradez, la mentira y la confesión
sanadora, las malas acciones y las buenas obras, Tartt consigue que
la lectura se convierta en un complejo mise en abyme del que
es difícil escapar sin asumir las propias carencias.
Seguramente
el secreto (o al menos uno de ellos) del éxito de El jilguero es su
capacidad para engatusar al lector hasta dejarlo exhausto, pero
necesitado de más. Si otro de los temas de la novela es la adicción,
sin duda el libro es uno de los mejores ejemplos que se nos ocurren
de dependencia lectora. Una vez se ha iniciado el relato, y por
muchas vueltas que se den, por muchas deseos postergados que
provoque, es imposible permanecer ajenos a su influjo. Esta es otra
de las características que hacen de Tartt a su vez un modelo de
escritura, pues por mucho que se oiga eso de “es una novela que
atrapa”, es muy difícil encontrar un libro que verdaderamente
cause tal estado de ansiedad.
Editorial
Lumen
Traducción
Aurora Echevarría
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