Al elegir como objeto de
análisis el triunfo, ese desfile conmemorativo que celebraba las
victorias romanas, podría parecer que Mary Beard aprovecharía un
tema tan amplio (con su extensísima permanencia de mil años, se
dice pronto, y su capacidad para reflejar diferentes aspectos de la
vida social, cultural, política y militar de Roma) para dibujar un
completo panorama de la historia de Roma. Pero resulta que su
ambición es todavía más extraordinaria: su propósito es derribar
mitos de la historiografía.
Si por una parte Beard
tiene muy presente el concepto de “invención de la tradición”
de Hobsbawm y Ranger, lo que le hace poner en duda cualquier
justificación pretérita de los ritos, tampoco tiene mucha más fe
en las interpretaciones posteriores hechas por eruditos e
historiadores. Cada fuente es sometida a prueba, no se da por buena
ninguna afirmación sin antes comprobar su verosimilitud y la
fortaleza de sus bases. Las ideas recibidas y repetidas como verdades
absolutas le merecen a Beard la misma credibilidad que las puras
invenciones literarias.
El triunfo romano
se convierte pues en un estudio epistemológico. Cierto que tras la
lectura del libro tendremos un conocimiento exhaustivo de la historia
del triunfo, conoceremos sus representaciones y sus diversas y muy
divergentes interpretaciones, pero ¿en qué consistía realmente?
Aquí nos encontramos con un punto fundamental en el método de
Beard: quizá lo que haya que cambiar son las preguntas (pues es
imposible alcanzar certeza alguna). No se trataría tanto del por
qué, sino del cómo.
En unas sorprendentes
declaraciones, el sabio Mario Bunge decía que él considera una
ciencia más sólida la Historia que la Cosmología. Tras el choque
inicial, queda manifiesta la verdad de la opinión de Bunge. Pero
después de tantos historiadores fantasiosos más cercanos a la
ficción que al rigor científico, ya sea por inclinaciones
políticas, pretensiones de celebridad o simple incapacidad, a veces
se nos puede olvidar lo que la Historia tiene de fundamental. Por eso
necesitamos más historiadores como Beard, dispuestos a cuestionar
todo, a investigar más profundamente, a plantear nuevas ideas, a
seguir buscando.
Editorial
Crítica
Traducción
de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar
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