A
lo largo de las páginas de Tan lejos, tan cerca se repite la
frustración de no haber podido asistir a las grandes
representaciones dirigidas por Adolfo Marsillach: ni Marat-Sade (de
la que ni tan siquiera hay registro grabado, recurso que por muy
insuficiente que sea, de algo sirve), ni El Tartufo, ni Yo me bajo en la
próxima, ¿y usted? (de la que al menos hay una película). Como
compensación, descubrimos que Marsillach también era un
extraordinario escritor, muy personal y algo caótico, dado a la
digresión y que combinaba la buena memoria y la capacidad para
contar buenas historias, un tesoro que pocas veces se encuentra.
Él
mismo cargaba con la frustración de no haber conseguido tal
reconocimiento (para el caso, muchos también le negaron la condición
de gran actor, o de relevante director de escena, parece que nadie
estaba dispuesto a admitir su dominio en más de un campo a la vez),
y quizá ya va siendo hora de que se reivindique su calidad como
autor. Si en su papel de intérprete mítico solo nos quedan sus
participaciones en contadas películas y en algunas series de difícil
acceso, y como director teatral ya solo quedan algunos recuerdos y
poco más, como escritor todavía podemos disfrutar de un autor que
en sus memorias demostró que no solo era un aficionado con
pretensiones.
En
general, Tan lejos, tan cerca se podría dividir entre las vivencias
teatrales de Marsillach (lo cual ya tiene un valor incalculable, fue
una de esas personas que de por sí encarnan toda una época) y sus
escarceos sentimentales (en algún momento se cuela la voz de
Mercedes Lezcano, su última mujer, para advertirle de que el libro
se puede convertir en un listado de novias, pero Marsillach asumió
que la historia de su vida era en gran parte la historia de las
mujeres que había conocido y amado). También habrá algo de
política, reflexiones muy afinadas sobre la existencia (siempre con
ironía, sin pomposidad) y, como no, un retrato humano de Marsillach
y sus circunstancias.
Ante
todo, se nos presenta una persona a la que nos hubiera encantado
conocer. Marsillach se muestra totalmente sincero (o, al menos, eso
parece, con los cómicos nunca se sabe). No se ahorra confesiones que
no le dejan en muy buen lugar ni esconde sus enemistades y fobias.
Pero se impone la figura de un hombre coherente, que siempre mantuvo
sus ideas (y sus ideales). Pese a ello, también se perciben sus
contradicciones, las que en cualquier caso habitan en todo ser
humano. En cincuenta años de profesión Marsillach se encontró (y
desencontró) con todo tipo de personajes, y cuando le llegó el
momento de recordar decidió mostrarse tan honrado con lo que pensaba
sobre ellos como lo hacía consigo mismo. Puede que siguiendo esta
estrategia solo haya un ganador, pero ese ganador es el lector.
Editorial
Tusquets
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