Como
cada año, para nosotros la rentrée comienza con la lectura
de uno de los tomos de los diarios de Andrés Trapiello, en este caso
El jardín de la pólvora. Es cierto que al pasear por sus páginas
vamos de disgusto en disgusto en lo que concierne al mundillo
literario, un círculo al parecer formado por una ralea de forajidos
y sinvergüenzas a los que tenemos el gusto de no conocer. Pero lo
que nos gusta tanto de estos libros es que aquí también encontramos
lo mejor de la literatura, que es cuando lo novelesco deja paso a la
experiencia, cuando se produce esa extraña destilación que hace que
nos olvidemos de cualquier artificiosidad para dejarnos llevar por la
corriente de la vida.
Es
cierto que Trapiello parece un poco ciclotímico y apenas podemos
seguir su ritmo entre la evocación de la naturaleza y de las
pequeñas alegrías cotidianas y su furia contra todo lo que hace del
mundo un lugar hostil y feo, pero es que en unas cuantas horas de
lecturas pasamos por todos los vaivenes que normalmente vivimos a lo
largo de todo un año. Y esa concentración de estímulos y bajones
confieren al rito de la lectura de este Salón de pasos perdidos un
carácter especial, una adicción que cualquier aficionado a los
diarios de Trapiello sabe que no podrá abandonar ni con una cura
extrema de desintoxicación.
Esta
peculiar modulación de tonos también se da en las aventuras en las
que se embarca el autor. Tan pronto nos encontramos con el amo de
casa que va a hacer la compra, como con el escritor que es recibido
por el presidente de la República Oriental del Uruguay. Pero lo que
hace singular el estilo de Trapiello, y tan alejado de esos pomposos
literatos al uso, es que describe el ir a la compra como un momento
épico y la recepción presidencial como un engorro. Y siempre con
retranca, con tanta gracia como distanciamiento. Porque solo
situándose él mismo en una posición de ridículo puede hacer que
todo lo que nos cuenta, en lugar de indignante, cobre la apariencia
de farsa.
A
veces nos asalta la duda de si no habremos leído ya este tomo, pues
algunas de las historias que cuenta nos son muy familiares. Pero no
nos molesta la reiteración, es más, lo celebramos. Es como un
concierto con algunos grandes éxitos que no podían faltar (las
visitas al Rastro, las conferencias desoladas, los viajes familiares,
las X. reincidentes), pero con un cogollo de nuevos temas que pasarán
a las antologías, como el accidente de tráfico en el que se topa
con un guardia civil aficionado a las letras, el tour de Francia en
coche o la tournée por Buenos Aires y Montevideo. Y, entre medias,
todo lo que es importante.
Editorial
Pre-Textos
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