lunes, 1 de septiembre de 2014

Contra toda esperanza, de Nadiezhda Mandelstam


Es llamativo que pese a un título tan contundente como Contra toda esperanza (al que se añade la paradoja de que Nadiezhda, el nombre de su desgraciada autora, signifique precisamente “esperanza” en ruso), y un contenido que apenas deja espacio para la creer en la bondad de las personas, Nadiezhda Mandelstam todavía se deje llevar por el optimismo en unas páginas centrales del libro y proclame que tras una vida de sufrimiento y horror, después de haber vivido en sus propias carnes la pesadilla totalitaria y la privación de cualquier atisbo de humanidad, aún cree en la posibilidad de un futuro mejor, de un mundo que haya aprendido del terror del pasado y haya alcanzado el sueño de una sociedad verdaderamente justa y libre.

Pero esta muestra de optimismo, que se podría calificar de contra toda evidencia, es apenas un respiro en un relato que es una sucesión de ignominias, una pasarela de personajes despreciables y de experiencias que van más allá de la comprensión de alguien que no haya pasado por ellas. Quizá los rescoldos de esperanza de Nadiezhda se debían a que pudo disfrutar de la compañía de Ósip Mandelstam, un ser humano extraordinario, y a que decidió consagrar su vida a su recuerdo y a la reivindicación de su persona y su obra, una rehabilitación que le fue negada por las autoridades incluso después de la denuncia de Jrushchov en el XX Congreso en la que abominó de los crímenes del estalinismo.

Por una parte, y recurriendo al típico humor negro ruso, el propio Mandelstam decía que solo en Rusia se podía dar tanta importancia a la poesía como para que el Estado se preocupara de acabar con un poeta. Hoy sigue pareciendo extraordinario que el papel de los poetas fuera tan relevante en aquella época, y de igual manera los intelectuales, ese invento ruso, tuvieron un papel destacado tanto en asalto al poder de los bolcheviques como en su legitimación posterior. Pero Nadiezhda, que es tan sincera que su testimonio no fue bien acogido por casi nadie, no acusa, incluso llega a justificar algunas actitudes deleznables: después de todo, qué otra cosa se podía hacer en la época del terror.




Eso sí, con lo que no está dispuesta a transigir es con el falseamiento de la historia, con todos esos aprovechados que después de haber sobrevivido se quisieron convertir en héroes de la resistencia y en críticos de primera hora. No, a primera hora no había nadie que levantara la voz. Y si alguien, por inconsciencia o valor, se atrevía a apuntar con el dedo, acababa irremediablemente en la fosa común. Ese fue el caso de Mandelstam, cuyo poema sobre Stalin que abre el libro es suficiente para que sintamos tanta admiración como piedad hacia él.

Lo que también deja claro Nadiezhda es que el mal del régimen comunista se manifestó desde el principio. Todavía es común oír decir que la degradación comenzó con la llegada al poder de Stalin, o incluso más tarde, con las purgas de los años 30. Pero Nadiezhda tiene claro que ya desde sus inicios, desde que se decidió asesinar por un bien mayor, desde que se adoptó la máxima de que “el fin justifica los medios”, el régimen se dirigía hacia el absolutismo y el terrorismo de estado. De la misma manera, los años del “deshielo” tampoco debían encubrir las condiciones de vida paupérrimas en las que seguía viviendo la mayoría de la población.

Junto a la reivindicación de Mandelstam y la preocupación por mantener viva su obra (que por suerte los jóvenes de los años 60 comenzaron a valorar y circular), la intención de Nadiezhda a la hora de escribir este valiente y potencialmente peligroso libro era que no se olvidara ese pasado de miseria, miedo y aniquilación. Que se aprendieran las lecciones relevantes, que se sacaran las conclusiones pertinentes, que no se volviera a caer en los mismos errores jamás. Porque, contra toda esperanza, todavía queda la fe en el futuro.

Editorial Acantilado
Traducción de Lydia Kúper

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