La
cadencia pausada, el paisaje monótono, el continuo retroceso. Las
descripciones minuciosas, los silencios significativos, las vidas
atascadas. Habrá quien ni se acerque a las novelas de José Jiménez Lozano debido a múltiples prejuicios, como la apariencia de que son
ese tipo de libros en los que nunca pasa nada. Como todos los
prejuicios hacia este autor, pura tontería. En Un hombre en la raya
no paran de pasar cosas, hasta el punto de amontonarse, de sucederse
sin solución de continuidad. Y, cuando creíamos haber dado un
episodio por finalizado, nos encontramos con un nuevo matiz, una
nueva perspectiva, que trastoca toda nuestra composición de lugar.
En
esta novela nos encontramos con una “España profunda” que nada
tiene que ver con el tópico, con esos pueblos que solo aparecen en
las noticias cuando se produce un crimen tremebundo y que muchas
veces solo cobran una efímera relevancia precisamente en el momento
en el que van a desaparecer arrasados por la modernidad. Daría la
sensación de que se trata de habitantes de otro planeta. Pero
Jiménez Lozano nos presenta un paisaje mucho más veraz y complejo.
Aquí el adjetivo “profundo” cobra otro significado, telúrico y
atávico. Las personas deben tanto a su pasado como al ambiente en el
que han crecido y son plenamente humanas, con sus glorias y sus
miserias.
Un
hombre en la raya, publicado en 2000, se anticipa de manera
clarividente a lo que estaba por llegar. Porque se podría acusar a
Jiménez Lozano de ir en contra del progreso, de anclarse en un
tradicionalismo estéril opuesto a cualquier avance. Pero entonces
habría que hacer el mismo reproche a Mortimer o Chirbes. En
realidad, a lo que se opone JJL es a la banalidad, al destrozo del
pasado por un incierto bienestar que en realidad es un espejismo El
autor se opone a los estrechos de mente (y a los que estrechan las
aceras), a los que son incapaces de comprender a los demás y en su
afán supuestamente por mejorar el mundo, sucintamente para
enriquecerse, no dudan en esquilmar la tierra y a sus habitantes,
despojándolos de su pasado y de su razón de ser.
Otra
característica que convierte la escritura de JJL en una lección es
su dominio del castellano. Y no hablamos ya solo del descubrimiento
de palabras tan precisas y expresivas como dengue, cachicán o
cermeño, como de ese estilo azoriniano, límpido, alejado del
barroquismo tan habitual en la literatura en español. Pero esta
simplicidad no tiene nada de improvisado, la peculiar construcción
de las frases, esa manera de encontrar siempre la palabra más
adecuada, el giro más sorprendente y a la vez esclarecedor,
convierten a Jiménez Lozano en un maestro de la lengua en todo su
esplendor.
Editorial
Seix Barral
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