jueves, 23 de octubre de 2014

La buena reputación, de Ignacio Martínez de Pisón


Aunque se diría que para muchos escritores parece que no haya nada detrás del espejo, tampoco es muy difícil darse cuenta de que hay muchos mundos sin necesidad de buscar muy lejos. Y se trata de lugares que son fácilmente reconocibles, pero que sin embargo por algún motivo permanecen inexplorados. En La buena reputación Ignacio Martínez de Pisón vuelve su mirada hacia un pasado reciente, pero que en muchos casos se ha querido borrar de la memoria, y a un lugar que combina la poderosa mezcla de cercanía y exotismo, como representa Melilla.

Pero el rastreo de Martínez de Pisón va más allá y sigue los pasos de los judíos españoles, sujeto casi totalmente obviado por la narrativa nacional. Con un material así el autor se podría haber limitado a pintar un fresco histórico de esos tan bien documentados y precisos como fríos, pero ha preferido centrarse en la parte más humana de sus personajes, en unos conflictos familiares que no dejan bien a nadie y que sin embargo tienen el prurito de la redención. Sus personajes no son metáforas, sino seres de carne y hueso con los que más que empatizar se busca la comprensión.




La buena reputación es una novela extensa, y sin embargo es prodigioso que dé tanto de sí. De una manera fluida, casi imperceptible, se recorren cuatro décadas de la historia española mientras se pasea por gran parte de su geografía. Pero, como decíamos, lo importante son sus protagonistas, desde ese complejo, contradictorio y abrumado patriarca, el judío renacido Samuel, hasta los nietos de la familia, que tienen que adaptarse a un nuevo país cuando son incapaces de vivir en paz en su propio hogar, pasando por las mujeres de la familia, verdaderos ejes de la acción. Mercedes, la madre, es tan manipuladora y en ocasiones perversa como víctima, mientras que Miriam, la hija, es pasiva y siempre a remolque de las decisiones de los demás.

Miriam es el personaje mejor construido, el que tiene más matices y vida que transmitir. Es una lástima que la última parte, dedicada a su hijo Daniel, decaiga un poco en interés, quizá por falta de imbricación con el resto del relato y por hacer demasiado evidente lo que hasta entonces había sido implícito. Pero lo que queda es el disfrute de una novela de perfecta construcción, en la que Martínez de Pisón demuestra poseer un total dominio del oficio. Es curioso que, siguiendo las directrices más clásicas del género, Martínez de Pisón se haya convertido en un espécimen tan raro.

Editorial Seix Barral

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