Una
de las primeras lecciones que debe aprender todo escritor es no
escribir demasiado. No contarlo todo, sino dejar espacio para la
sugerencia, los campos abiertos, la participación del lector. Saber
decir sin decir, confiar en que todo se entenderá sin necesidad de
ser explicado. Y para aprender esto, uno de los grandes maestros es
Henry James, referente confesado por Cynthia Ozick. Por eso sorprende
que en Los últimos testigos Ozick opte por detenerse en cada
detalle, en no dar nada por sobreentendido. Si algo ha quedado en el
aire, volverá a ello más adelante. Incluso pasa del punto de vista
en primera persona a la narración omnisciente cuando algún fleco ha
quedado colgando.
Pero
Ozick no es una aprendiz, al contrario, es una de las autoras
americanas mejor valoradas de la actualidad. Su elección estilística
está perfectamente estudiada y justificada. A muchos lectores Los
últimos testigos les puede parecer un libro moroso, estancado y
reiterativo, pero Ozick se apoya en la literatura de otros tiempos.
Como si no hubiera existido Hemmingway. Es más, como si no se
hubiera inventado el cine. Ozick prefiere la delectación, la prosa
pausada y exquisita, pasearse por cada situación, regresar una y
otra vez a los mismos motivos.
La
historia que cuenta en Los últimos testigos tiene una profundidad
moral que la sitúa al borde del ensayo filosófico, pero a la
vez los personajes están tan bien perfilados que la autora evita
convertir el libro en una de esas fábulas simbolistas que tan mal
envejecen. En todo momento pervive el ímpetu humanista, la
preocupación por unos seres de carne y hueso que nos son presentados
en una situación extrema, al borde de la desesperación, acosados
por dilemas que tienen que ver con la supervivencia, la adaptación,
la eterna pregunta de hasta qué punto podríamos ceder antes de
convertirnos en lo que más odiamos.
Todo
esto hace que, más que a James o Chéjov, al que también se suele
relacionar con Ozick, a nosotros nos recuerde a ese otro gigante de
las letras que es Isaac Bashevis Singer. Y ni tan siquiera porque el
elemento judío este presente en ambos. Pero ese estilo como de otro
tiempo, esa fascinación por personajes atormentados y la habilidad
puramente literaria de Ozick la emparenta con Singer de manera
evidente. Como en su caso, al leer sus libros nos introducimos en un
mundo extraño y al mismo tiempo reconocible, viajamos a ese pasado
que siempre ha existido y del que nosotros somos herederos.
Editorial
Lumen
Traducción
de Isabel Núñez
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