Si
recientemente hablábamos del enigma que rodea a Mary Ann Clark Bremer, no menos misterioso es el destino editorial de Penelope Fitzgerald en España. Hasta 1998 ninguno de sus libros fue editado
en nuestro país, y solo a partir de 2010 y gracias a Impedimenta
pudimos empezar a descubrir sus mejores novelas. Y el caso es que no
estamos hablando de una autora cualquiera, sino que Fitzgerald es
considerada en el mundo anglosajón como una de las grandes
escritoras de la segunda mitad del siglo XX, y con toda razón.
La flor azul es, llanamente, una obra maestra. Y lo decimos conscientes
de lo subjetivo de esta apreciación y de lo devaluado del
calificativo. Pero aquí no hay dudas ni medias tintas, se trata de
un libro extraordinario, un prodigio del arte de narrar que deslumbra
tanto en su magistral dominio técnico como en ese aspecto mucho más
intangible que es el don de la literatura pura, eso que supera
cualquier análisis textual pero que todo buen lector sabe reconocer
a la primera.
Se
podría decir que La flor azul es una novela histórica, y
efectivamente lo es, pero no en el sentido acostumbrado de libros de
mil páginas de detalladas descripciones más o menos precisas y
variadas aventuras que sirven como pálida excusa para desplegar un
repertorio de conocimientos históricos en los que la literatura
brilla por su ausencia. Se nota que Fitzgerald conocía la época que
retrata, la Alemania romántica de finales del siglo XVIII, pero en
su narración no hay nada de erudición ni de intentar dejar claro
que detrás hay un trabajo de documentación: todo es fluido,
preciso, justificado.
De
igual manera, también se podría considerar este libro como una
biografía de Novalis, pero de nuevo sería una categorización
demasiado estrecha. Como dice la cita, del propio Novalis, con la que
se abre el libro “las novelas surgen de las carencias de la
historia”. No se trata pues de un perfil al uso en el que se nos
vayan contando los antecedentes de la familia von Hardenberg, o la
episódica narración de las experiencias vitales de Novalis, sino
que Fitzgerald dibuja un panorama más amplio y a la vez tan personal
que esta figura literaria cobra carne; un paisaje difuminado y sin
contornos definidos, pero que sin embargo nos acerca sin artificios
ni distanciamiento a un mito que percibimos como real.
Esta
naturalidad también está presente en el magistral juego cronológico
con el que compone la novela. Pese a que el tiempo de la narración
es complejo y ambivalente, el lector apenas es consciente de los
saltos temporales, pues todo se desarrolla de una manera sutil y
vívida, como si se tratara de un presente continuo. Cuando después
de más de 100 páginas el relato vuelve a su punto inicial, no lo
hace tocando tambores y alardeando de pericia, sino que se presenta
como algo coherente y orgánico.
De
la exaltación de los primeros capítulos a la melancolía del final,
Fitzgerld demuestra que domina todos los recursos que enriquecen una
novela. Sus numerosos personajes son retratados con finura y
profundidad, las tramas fluctúan hasta cobrar pleno sentido, las
relaciones psicológicas están expuestas con una claridad que no
impide percibir sus hondas implicaciones. Es cierto que con una sola
lectura no se alcanza a descubrir todos los secretos del libro, pero
es que La flor azul es un libro hecho para el retorno.
Editorial
Impedimenta
Traducción
de Fernando Borrajo
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